martes, 4 de diciembre de 2012

Amor e Morte I

Sintió una gélida caricia que le produjo una cálida y reconfortable sensación. Un escalofrío le recorrió toda la espalda y pensó en su amado. Era él, pero… Él había fallecido.



    Eran las lágrimas sus únicas acompañantes. Dos semanas habían pasado ya desde que se había separado de su querido Alexander. Un fatídico accidente doméstico, o eso habían dicho. Quizá para Sharon lo importante no era el cómo, si no el qué, y era evidente el hecho de que ya no volvería a estar entre sus brazos. La casa se le hacía enorme y la cama interminable sin él a su lado. Apenas comía lo necesario para saciar su hambre y los muebles y demás objetos de la hacienda acumulaban polvo, ya que ella se veía incapaz de perturbar aquellos bienes y modificarlos lo más mínimo, ni siquiera permitió a la empleada doméstica el limpiarlos. Miraba constantemente el retrato de su marido y le sentía a su lado. Soñaba a diario con sus castaños ojos oscuros, su negro y salvaje cabello, el cual le costaba peinar y lo conseguía siempre echándolo hacia atrás, su recta y puntiaguda nariz, su barba descuidada y su bronceada piel mediterránea. Deseaba que sus fornidos brazos la rodeasen y sentir su reconfortable calor de nuevo. Sharon no se sentía capaz de vivir sin su esposo.
    Y así pasaba los días; triste entre lamentos.

    Una noche como otra más, la joven subió las solitarias y lúgubres escaleras que llevaban al piso de arriba y recorrió el largo y estrecho pasillo lleno de cuadros que llevaba a su cuarto. Se sentía intranquila, sobretodo porque al pasar por delante del retrato de su boda, sintió como la figura de su difunto esposo la seguía con la mirada. Ella consideró que aquello había sido fruto de su imaginación, y a eso le añadió que se encontraba cansada. Al entrar en sus aposentos se sentó en la enorme cama cubierta con unas finas sábanas de seda escarlata y tapada con unas lujosas cortinas a juego. No podía evitar pensar en tenerle a su lado y miraba el lecho vacío donde él tendría que dormir aquella noche.
    Finalmente se tumbó y acomodó la cabeza en la almohada; estando de perfil y mirando hacia fuera, dándole la espalda al hueco vacío. Por más que intentaba concebir el sueño le resultó completamente imposible. El inquietante tic-tac del reloj de pared resonaba con un sonoro eco en su cabeza. Sin saber cómo, ese siniestro sonido se vio acompañado de una leve respiración que le resultaba familiar. Sharon sintió una enorme sensación de inseguridad. Sabía que estaba ella sola, pero sentía la compañía de alguien en la oscuridad.
    Apretó más los ojos, como si con eso aquello que la acompañaba se fuese a ir. Un aliento en su oído, una fría caricia que jugó con un mechón de su larga cabellera negra y le recorrió la espalda y el tacto de un leve beso en su hombro. Había alguien a su lado. Como un acto reflejo se giró golpeando la nada. Buscó a ciegas el interruptor de la lámpara de la mesilla y lo accionó, consiguiendo con ello iluminar el cuarto. Sola, estaba sola, como era de esperar. No había nadie más que ella. Nadie a su lado, puerta y ventanas cerradas. En la pared opuesta a la cama el retrato de su querido Alexander le dedicaba una macabra sonrisa, y eso solo consiguió aterrarla, pues ella estaba completamente segura de que su difunto esposo no fue fotografiado en aquella siniestra pose.

    Malamente pudo conciliar el sueño aquella noche. No tuvo más incidentes paranormales, pero lo anteriormente ocurrido le dio muchos quebraderos de cabeza y acabó siendo acunada por Morfeo a altas horas de la madrugada debido principalmente al cansancio. No habló con nadie por la mañana de lo sucedido, quizá el hecho de no tener trato con sus hipócritas y falsos vecinos fue un motivo, pero ni siquiera se lo mencionó a la empleada doméstica, la única mujer con la que se sentía segura.
    Se intentó autoconvencer durante todo el día de que aquello había sido un sueño ocasionado por su obsesión y el amor que sentía hacia su esposo. A medida que fue transcurriendo la tarde y se avecinaba la noche, fría y oscura, la sensación de miedo aumentaba. Sharon no sabía que hacer. No lograba entender lo sucedido y no cesaron sus pensamientos en relación con ello. No había salido de casa y prácticamente no se había movido del salón en todo el día. Pensaba y le daba vueltas al tema. Miraba al cuadro de encima de la chimenea.
    En él se los podía ver a ambos en un bonito jardín en el que abundaban los rosales. A juzgar por la tonalidad del cielo se podía deducir que fue algún día de otoño. Alexander vestía un elegante traje negro con remates azules en las solapas de la chaqueta. No lucía corbata ni pajarita, sino un bonito pañuelo blanco de seda con transparencias florales, dándole un aire romántico. Su pelo negro engominado hacia atrás. La miraba con respeto. En aquella imagen se la podía ver con su larga y lisa melena azabache suelta cayendo por su espalda y cubriendo la parte de arriba de su precioso y encorsetado vestido violeta; largo, con volantes y detalles negros. Sus ojos verdes y su pálida piel contrastaban con el moreno de él. Hacían una bella pareja.
    Recordaba como su marido era un gran amante de la fotografía y el modelaje. Un personaje peculiar, de gustos oscuros y propios del movimiento romántico, aparte de poseer un aire moderno y abierto a las innovaciones. Un ser ambiguo, artista en distintas ramas; pintor, escritor y fotógrafo. Ganaba una buena cantidad de dinero con sus obras y eso le colocó en una posición social bastante alta.
    Rodeados de vecinos curiosos, en la urbanización les tenían por tétricos, siniestros y extraños. Amantes de la muerte, decían unos. Los más creyentes les creían adoradores del maligno. Sus muebles eran anticuados; las lámparas, grades y de araña, sobrecargadas de detalles y pedrerías. Juegos de contrastes con el blanco y el negro, tonalidades frías y apagadas predominaban en la decoración junto a algún estampado animal como el guepardo o la cebra. A pesar de las injuriosas habladurías de los demás, ellos siempre se mantuvieron firmes y unidos sin escuchar ni hacer el más mínimo caso.

    Sin haberlo visto venir, Sharon se encontró tendida en el sofá, dormida y pasada la media noche.
    Una dulce melodía proveniente del tocadiscos la despertó.
    No podía ser. Aquella canción fue la misma que sonaba cuando Alexander la pidió matrimonio en un baile celebrado por el pueblo en periodo de fiestas. Una lenta balada de un grupo noruego de rock. Y desde aquel momento se convirtió en su canción. Abrió los ojos lentamente y extrañada, sin saber de donde provenía la música y mucho menos quién la había puesto. Se sentó un tanto asustada y llamó a la empleada doméstica sin recibir respuesta alguna. Sintió un vuelco en el corazón y finalmente obtuvo el valor suficiente para volver a abrir los labios y decir en voz alta:
    —Alexander.
    La música cesó de golpe y fue sustituida por un tango. Perfecto. Sharon sintió que fue él el que la acompañó la noche anterior y que estaba allí ahora. Se levantó y caminó por el salón, cruzándolo y saliendo por una puerta que daba a unas escaleras que descendían. Bajó por ellas y al llegar a la planta inferior accionó la luz, dejando iluminada una amplia sala con espejos a ambos lados, cubriendo las paredes y un enorme cuadro en el muro de enfrente en el que se les podía ver a ambos bailando un tango. Les encantaba bailar juntos y ese era su género favorito para la danza. Se detuvo en medio de la sala y dijo con un fino hilo de voz:
    —Querido, ¿qué es lo que quieres?
    Sintió una gélida caricia que le produjo una cálida y agradable sensación. Un escalofrió le recorrió la espalda y en el espejo pudo verle detrás suya. Se giró y no había nadie. En el otro espejo se reflejaba de nuevo. Miró a ambos lados. Su reflejo estaba con ella pero Sharon no podía verle a su lado físicamente. Las lágrimas comenzaban a brotar y su pulso se aceleraba por momentos, a medida que la rabia y la impotencia se adueñaban de su ser.
    —Volveré a tu lado pronto Sharon…
    Tras escuchar aquellas palabras susurradas en su oído, la música cesó, desapareció el reflejo de Alexander y ella cayó de rodillas al suelo, donde comenzó a llorar con rabia, gritando, y allí estuvo hasta que al final acabó durmiéndose.

    Tras despertar en el suelo de la sala de baile recordó todo lo vivido en la noche y su inseguridad volvió a salir a flote.
    Alexander… Su difunto esposo se encontraba junto a ella. No se había ido. Pero lejos de sentir alegría, se sentía confusa, asustada. ¿Qué podía llegar a ocurrir? ¿Por qué en aquel instante y no inmediatamente tras su trágico accidente? ¿Qué pretendía volviendo?
    Miles de preguntas sin respuesta pasaban por la mente de Sharon y el miedo y la inseguridad se iban haciendo los protagonistas.


Continuará…



Dave Gles

viernes, 12 de octubre de 2012

Mi confesión II

Padre, una vez más me tiene aquí, postrado de rodillas suplicando perdón a mi señor. Ha vuelto a suceder… Soy débil. Y no puedo aguantarlo más.

    Lo perdí todo por culpa del diablo pero él no se cansa. Me visitó de nuevo tras una máscara distinta. Aparentó ser mi amigo, decía venir a darme apoyo. Yo me sentía solo, ahogaba mis penas en alcohol, intentando evadirme del dolor que yo solo me he ocasionado. Me insultó. Me criticó y me escupió. Le daba asco, y no es de extrañar, pues yo mismo me repugno. Sabe como seducirme y es algo a lo que no me puedo resistir. Jamás había pensado en algo como aquello pero no pude hacer más que caer preso de su hipnótico juego.
    Botella de ron en mano, quemándome la garganta, tirado en un sillón marrón de piel. Desaliñado y sin encanto, despeinado, sucio y desprendiendo un fuerte olor a alcohol combinado con sudor. Me daba asco a mí mismo, lejos de compadecerme de mi alma, pues perdí lo que más amaba, siendo yo el único culpable, incapaz de resistirme a mis oscuras fantasías cuando el diablo me ofreció hacerlas realidad. Mirando al fuego de la chimenea no percibí que a mi lado se hallaba hasta que no comenzó a seducirme de nuevo.
    “Mírate, das asco”. Su cálida y calmada voz me insultaba sin cesar. “¿Es que no te da vergüenza? Me repugnas”. Le miraba con expresión rota, arrepentido y dolorido, y además, me decía la verdad. Sus palabras dichas con tranquilidad penetraban en mis oídos y resonaban en mi cabeza constantemente. No sabía lo que quería, pero no quería que se fuese. “Reacciona”. Decía. “No puedo”. Me costaba contestar. Las lágrimas comenzaban a invadir mis ojos, gritaba con la voz quebrada. Los efectos de mis excesos comenzaban a notarse. Me sentía solo, abandonado por mi propia compasión y sin saber que hacer. Se paseaba por la sala. Elegante con su traje, con su pelo bien cortado y peinado y su arreglada barba. Me sonreía con malicia. “Puedo darte la compañía que necesitas”. Le miraba fijamente y de mis labios salió un roto: “Hazlo”.
    Me quitó la botella de ron de la mano y le pegó un trago. La tiró al fuego, avivando así las llamas y caldeando más la sala, permitiéndome el verle con más iluminación y quedando yo hipnotizado por sus oscuros ojos que se clavaban en los míos. Sus fuertes manos apoyadas en los brazos del sillón y su figura inclinada sobre mí, nuestros rostros a escasos centímetros de distancia y fue entonces cuando besó mis labios con rabia, dejándome paralizado y con ganas de más.
    Apartose de mi lado, divertido y burlón. Mi mente no quería continuar, racional me decía que eso no era algo normal, pero mi alma, corrupta y calcinada por el abrasador fuego que es el pecado, tomaba las riendas de mi cuerpo y le pedía continuar. Le miraba con deseo y él lo sabía. Esperaba volver a saborear aquel dulce veneno que me había concedido. Escuchaba sus palabras susurradas en mis oídos, si ya quería continuar, con eso consiguió seducirme más, llenándome de lujuria como lo hizo la otra vez. “Ella no va a volver. Fuiste rastrero y sucio. Estás solo, buscándola en el fondo de las botellas. Pero tranquilo, yo seré tu compañía esta noche”. Me estremecí al escucharle. Sentía su aliento por mi cuello y el roce de sus labios por el mismo. Volvió a ponerse frente a mí. Era varonil, elegante, limpio. Y yo estaba sucio, engañado y lleno de deseo. Buscó mi boca y pude al fin saborear de nuevo sus labios, los cuales se fundían con los míos con ardiente pasión. Sumiso me dejaba hacer por él, que pronto comenzó a quitarme la camisa y a acariciar mi torso. Se fue de mi lado sin dejar de sonreírme con picardía. Cogió una nueva botella de ron y volvió dándole un largo trago. Otra vez frente a mí me escupió la bebida a la cara y luego derramó el líquido de la botella por mi cabeza, dejándome empapado.
    Un nuevo beso, corto y mordaz y se quedó de pie provocándome con la mirada. Me levanté entonces y le agarré de la corbata atrayéndole a mí para besarle de nuevo. Lo había conseguido, me tenía preso y con ganas de llegar al final. Juego lujurioso y enfermizo, espiral de sensaciones, la rabia se fundía con el deseo. Violencia en nuestros impuros actos, le quité la chaqueta y arranqué los botones de su camisa, estaba impaciente por llevar mi pecado al extremo.
    Hipnotizado estaba. Jamás se me había ocurrido pensar en tal situación. Virilidad al extremo, su aliento en mi nuca, su viperina lengua de serpiente en mi oído; susurrando promesas oscuras y lujuriosas. Sus fuertes manos me agarraban y yo me consumía por el deseo. El sudor nos empapaba y él jugó conmigo todo lo que quiso. Saboreé el néctar prohibido del diablo una vez más.
    Perdóneme padre, porque he pecado y estoy seguro de que lo volveré a hacer, no puedo evitarlo, el maligno me seduce disfrazado de hombre y de mujer.




Dave Gles

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Arrepentimiento

    ¿Cómo salir de este horrible trance que me atrapa?





    Te veo a mi lado, abrazando mi desnudo cuerpo. Indefensa me siento en esta fría noche de otoño. Sentada en tu lápida entono mi dulce cántico, oración para tu triste final.

    Hipnótica belleza fantasmal, pálido rostro de azuladas venas marcadas. Una inocente mirada grisácea y dorados cabellos rozando el blanco me atraparon. Dime belleza, ¿cómo puedes estar tan cerca este humilde gitano?

    Todo es distinto a tu lado. Tu negro pelo rizado, tus oscuros ojos y morena piel. Presa me tienes, a pesar de ser diferente. Tu pobreza no importa, pues tu enigmática belleza me atrae y tu esbelta figura me hace sentir segura.

    Delicada muñeca. Piel de porcelana. Frágil y sensible y además, perfectamente cuidada. No debes acercarte demasiado a mí. Soy la marginalidad, soy el peligro y puedo ser tu final.

    Perfecto final sería si tú lo provocas. Siento escalofríos por todo mi cuerpo cada vez que te veo, oscura es la noche cuando de ti me alejo y cálida sensación cuando junto a ti vuelvo.

    Iluminas mis noches y caldeas mi cuerpo, que frío se halla en la calle oscura cada noche de otoño.

    Si ambos sentimos lo mismo quizá deberíamos ignorar la razón y dejarnos llevar por la tentación.

    La razón es sabia y el sabio siempre tiene razón. Si juntos nos dejamos llevar la locura que ahora nos posee es poco en comparación con lo que podría llegar a ser.

    La locura es infinita ahora y por siempre mi querido caballero. Actuemos ahora, que para pensar tiempo ya tendremos. No dejemos que el arrepentimiento nos atrape, pues ambos sabemos que nuestros cuerpos desean fundirse en uno solo. Démonos calor en esta oscura noche de otoño.

    Roza mis labios y acaricia mi torso si eso es lo que deseas. Ya te advertí querida, que esto no es lo que deberías hacer.

    El deber me da igual, solo me dejo llevar por lo que deseo. Abraza mi cuerpo, quiero sentirme segura entre tus musculosos brazos.

    Siéntete segura a mi lado, que no dejaré que te ocurra nada malo. A pesar de no ser lo correcto no puedo evitar el dejarme llevar por esta oscura tentación. Tu cuerpo es perfecto y tu belleza supera la de los ángeles. Desnúdate querida, que esta noche nos dejaremos llevar, que ya habrá tiempo para pensar, de momento el cuerpo nos pide actuar.

    El simple tacto de tus manos por mi espalda me hace volar. Eres mi caballero, al cual le quiero entregar mi virginidad.

    Dulce muchacha, no sabes lo que estás haciendo. Soy mayor que tú, soy inferior a ti y no te convengo.

    Desnuda me hallo ante ti y quiero ser poseída. Soy lo que buscabas, ese triste suspiro que te aleja de tu soledad.

    No quiero tenerte tentada, eres perfecta y yo ya debo ir al infierno por mis pecados. ¿Por qué te condenas de esta forma?

    A pesar de tus palabras no dejas de acariciarme…

    Todavía estás a tiempo, no has bebido del dulce néctar del diablo.

    Creo entonces que será tarde una vez haya besado tus labios…

    No debiste hacerlo pero ya es tarde para arrepentimientos. Continuemos lo empezado hasta el final, pues total, el pecado está hecho y el no terminarlo no lo va a solucionar.

    Agárrame, entra en mí con violencia, quiero esta noche cumplir tus oscuros deseos y pecar. Quiero conocer el mal…

    Son apenas unos minutos, pero profunda es la incisión del maligno en nuestras almas. Ya nadie nos puede salvar. Te has maldecido querida, ya nada será igual.

    El sudor recorre nuestros cuerpos, abrázame, quiero sentirme segura una vez más.

    Siéntete segura, ahora es el mal el que vela por ti.

    Estamos condenados, pero ir al Infierno me da igual, porque tú te encuentras a mi lado.

    El Infierno se ha convertido en tu vida terrenal ahora, querida. Ya te lo dije, yo soy la marginalidad y tú eres la nobleza. Te dejaste seducir y has perdido la inocencia.

    Como bien has dicho, el mal vela por mí y segura estaré. Procura cuidarte, mi amado, por que necesito que me protejas y estés a mi lado.

     Ahora te vas y regresas a tu hogar. Yo mientras me quedo de nuevo en la calle solo. La niebla me rodea y la lluvia moja poco a poco mi rostro hasta dejarme completamente empapado. Desapareces por completo, necesito encontrarte y no te encuentro. Deambulo por las solitarias calles a diario. El otoño me afecta. Tengo hambre, frío, sueño… Caigo rendido entre blancas estatuas de mármol. Cierro los ojos y ahí comienza mi eterno descanso.

    Te encuentro tirado. No logro sentir nada. Sonrío, no sé el por qué. Mi protector, mi amado, ha fallecido. Beso tus labios por última vez. Me encargo de darte la despedida que mereces. Fríos pasan los días. Te veo a mi lado, abrazando mi desnudo cuerpo. Indefensa me siento en esta fría noche de otoño. Sentada en tu lápida entono mi dulce cántico, oración para tu triste final.




Dave Gles

domingo, 26 de agosto de 2012

Mi confesión


Perdóneme padre, he vuelto a pecar.

 
La lujuria se apoderó de mi cuerpo. Vino a visitarme disfrazada de oscura y sucia tentación. Yo estaba solo e indefenso. Me engañó con sus palabras. Susurraba cosas que me hacían perder la cabeza. Todos mis oscuros y profundos deseos ocultos los podía hacer realidad. Me tenía fascinado. Olvidé todo lo que poseía. Olvidé aquello a lo que de verdad amaba. Olvidé a mi esposa, mi familia, el amor. Solo había deseo, lujuria, pasión.
            Hipnótica voz susurraba insultos hacia mi persona. Su bello cuerpo irradiaba perfección. Yo estaba débil y ella sabía como hechizarme. Su rechazo no era más que una tapadera para atraerme hacia sus redes. Una vez más supo atraparme. Me sentí preso de mis impulsos. El cerebro hablaba y el cuerpo actuaba sin obedecerle. Ella me provocaba, me decía cosas horribles, me incitaba y sus ojos mostraban que me deseaba. El diablo en persona había venido a visitarme. No pude hacer más que caer preso de sus encantos. Comencé a susurrarle cosas en las que no creía. Comencé a besar su cuello sin su permiso, pero ella se dejaba. De sus labios salían palabras de rechazo y excusas, pero cada vez que la miraba podía sentir como se moría por tenerme dentro suya. Acaricié su pelo, sus caderas, su espalda... La besé. Ella no se atrevía a continuar pero poco tardó en seguirme el juego. Desaté su corsé, la desnudé y la tumbé en la mesa. Besé sus pechos, besé su vientre. Acaricié cada milímetro de su piel. Susurraba cosas con su lengua de serpiente. En mis oídos se repetían palabras que me engatusaban y me viciaban. "Yo te amaré, te adoraré, verás saciados todos tus deseos y cubiertas tus carencias. Te daré todo lo que necesitas a cambio de tu sufrimiento".
Toda palabra, todo gesto en aquel momento era lujuria y pasión. La hice mía una vez más. El contacto con su piel me producía un placer inmenso. Sus labios acariciando mi pecho y sus uñas arañando mi espalda me volvían loco. Sus gemidos, sus jadeos, su voz, sus ojos... Todo en ella me excitaba aún más. Ambos, sudorosos nos fundimos juntos aquella noche.
            Caricias, besos, gemidos, sudor y jadeos. Pasión sin control y respeto nulo. Solo había sexo. 
            Mis más oscuros deseos se habían hecho realidad. Ella se fue sin decir nada y yo quedé rendido. Pronto comprendí que aquello no había sido más que el dulce aviso de una horrible condena. 
Recordé el amor. Recordé a mi familia. Recordé a mi esposa. La culpa comenzó a invadirme. No comprendía lo que había hecho. No encontraba un por qué. Dolor sentía en aquellos momentos y entendía entonces aquellas palabras en mi oído. "Te daré todo lo que necesitas a cambio de tu sufrimiento".
Estoy abatido. Me arrepiento de todo el mal que he cometido. El sucio deseo me ha hecho perder aquello que más amo. Sin ella muero y aún así por mi estupidez ya lo estoy haciendo. Pecar es humano y pequé de ingenuo al creer que encontraría la felicidad de aquella forma. 
Todos tenemos dentro deseos ocultos y fantasías por cumplir. Muchos no desearían verlas cumplidas. Muchos no querrían saber las consecuencias de sus impulsos. Hay cosas que, por muy tentado que te sientas, es mejor no conocer.





Dave Gles

domingo, 22 de julio de 2012

Un fatídico reencuentro


Apenas había cumplido los diecisiete cuando marchó de Madrid. Recuerdo perfectamente sus ojos verdes y su negra melena. Me encantaba su perfecto y simétrico rostro. Pálida, finos labios rosados, nariz pequeña y redonda. Era alta, delgada, con unas piernas largas y estilizadas. Era toda una belleza, por eso no me extrañó cuando me dijo que se marchaba a Estados Unidos porque una agencia de modelos había puesto los ojos en ella. Me sentí mal porque se alejaba de mí, pero al fin y al cabo, era su sueño desde pequeña y yo me alegraba  porque sería feliz.
            Nos conocimos en la escuela. Crecimos juntos. Ya con seis o siete años fingíamos ser un matrimonio feliz. Sobre los doce empezamos a contarnos nuestras inquietudes, nuestras dudas o los posibles ligues. Nos pasábamos el día juntos. En clase hablábamos sin parar; más de una vez nos castigaron juntos por molestar. Por las tardes salíamos a montar en bicicleta, a jugar al fútbol o simplemente nos quedábamos en una habitación hablando de nuestras cosas. A los quince ella empezó a salir con un chico. Recuerdo que yo la ayudé y aconsejé hasta que se atrevió a hablarle. Ella se sentía feliz con él. Al cabo de un año descubrió que él se había estado viendo con otra. Eran las doce y media de la noche de un sábado. Yo vivía en un chalet de dos plantas. Mi habitación estaba en la planta de arriba. Mis padres no estaban y ella apareció en mi casa. Me llamó a gritos y yo me asomé a la ventana. Llovía, estaba sola, empapada y triste. La dejé entrar y me contó como había descubierto a su novio y habían discutido. Estaba llorando, su maquillaje se había corrido pero yo la seguía viendo preciosa. Hablamos durante un largo rato y al final acabamos besándonos. La miré y me dijo que yo siempre había estado junto a ella. Me dio las gracias y volvió a besarme. Continué el beso y juntos nos fundimos rápidamente mediante nuestros labios. Continuamos con las caricias. La besé el cuelo poco a poco y le quité la camiseta. Ella me quitó la mía y acabamos haciendo el amor en mi cama. Empezamos a salir y meses después me comunicó su partida.
            Continué mi vida. Tras su marcha no parábamos de escribirnos cartas y de llamarnos por teléfono, pero poco a poco la conexión se fue distorsionando hasta que al final el contacto fue inexistente. Nuestras vidas se volvieron independientes la una de la otra.
            Yo ya tenía veinticinco años. Acababa de terminar mis estudios universitarios y había comenzado a trabajar como profesor de matemáticas en un colegio de educación primaria. Me había ido a vivir a un piso del centro de Madrid. Estaba pagando el alquiler junto a dos chicos más. Un Viernes decidimos salir los tres juntos a dar una vuelta. Yo me había puesto un pantalón gris oscuro, una camisa de manga corta blanca y unos zapatos negros. Me había peinado echándome el pelo hacia atrás y me había afeitado. Pasamos por Callao. La calle estaba abarrotada de gente y casi no nos podíamos mover. Al parecer, era la presentación de una película americana y estaban los protagonistas firmando autógrafos. Me acerqué a curiosear un poco y entonces la vi. Se cruzaron nuestras miradas. Mis ojos marrones entraron en contacto con el verde de los suyos. Seguía igual de guapa que el día en que se fue. Llevaba su melena negra ondeando al aire y llevaba un vestido blanco de fiesta sin mangas y sin tirantes. Estaba rodeada por muchos jóvenes; varones en su gran mayoría. Con un simple movimiento de labios pude entender que me decía: “Ayúdame”. Sentí un impulso repentino y eché a correr entre la gente, salté la verja sin pensar en los guardias de seguridad y en pocos pasos me encontré a escasos centímetros de ella. Alargué la mano, ella la cogió y tiró de mí. Juntos corrimos hacia la carretera sin pensar en nada y nos metimos en su lujosa limusina blanca. Le dijo al chofer que se perdiese por la carretera sin rumbo fijo y que no parase hasta que ella le indicase. El auto se puso en marcha y me besó con pasión. No sabía como reaccionar, pero sentí la necesidad de responder con el mismo acto.
            Fueron casi dos horas en las que dimos vueltas por la ciudad besándonos y acariciándonos. Se nos echó la noche encima y subimos a su habitación de hotel. Allí ella me dijo que me había echado de menos durante aquellos años y que no podía evitar llorar por las noches pensando en mí. A decir verdad, quizá yo no había llorado tanto como ella decía, pero si era cierto que no pude olvidarla. Me contó que se había metido al cine y estaba de nuevo en España presentando su opera prima. Le pregunté si se quedaría conmigo y me dijo que no. Ella siempre soñó con ser actriz, con ser una estrella; y lo estaba cumpliendo. Tampoco me pidió que me fuese yo con ella. Consideró que lo mejor para ambos era recordar nuestra historia. Yo no estaba hecho para vivir su vida y ella no podía dejarlo todo y volver a la normalidad.
            Aquella noche la pasamos juntos en su habitación. Fue una noche en la que los besos, las caricias y las muestras de amor estuvieren presentes en todo momento. Al llegar la mañana yo me marché. Llamé a mis compañeros de piso y les dije que pasé la noche con un viejo amigo. Ella volvió a las cosas de la promoción de la película y no volvimos a vernos.
            Cada vez que salía algún trabajo nuevo suyo yo iba a verlo. Estaba pendiente de su vida gracias a la prensa rosa y de internet. Me casé, tuve dos hijos y continué mi vida independientemente. Por lo que se decía de ella; pronto se la consideró una de las mujeres más bellas del mundo. Tuvo tres maridos; dos hijas con el segundo y un hijo con el tercero. Sobre sus cuarenta años el éxito le jugó una mala pasada y acabó suicidándose por no poder con lo que le venía encima. Dejó una nota que quedó publicada en todos los medios:

                        “Viví lo que quise, pero hubo un pequeño detalle que nunca tuve en cuenta; mi felicidad. Fui la mujer más bella, la más cotizada, la más querida, la más admirada, la más envidiada y la más odiada. Decid que quiero mucho a mis hijos, pero que no puedo seguir más, espero que algún día lo comprendan. Ahora que escribo esto recuerdo aquellas palabras de Víctor: “¿Por qué no vuelves conmigo? Si es cierto que no me has olvidado, será mejor que te quedes aquí. ¿No crees?” Aceptaste mi decisión porque me querías. Te agradezco todo lo que hiciste por mí, he sido una idiota pensando que encontraría la felicidad en este mundo. Siempre te he querido Víctor.”

            Se acabó. Ver la noticia me dejó helado. A veces, tenemos tanto empeño en conseguir algo, que no somos concientes de que eso no nos conviene. Cada uno de nuestros actos tiene consecuencias positivas y negativas. Dicen que quien no arriesga no gana, pero, si vas a arriesgarte a algo, es mejor pensar las cosas, puesto que el final siempre es fatídico, pero una continuación no tiene siempre por que ser mala.


Dave Gles

domingo, 8 de julio de 2012

El sufrimiento de Hades

Amor. Cuatro letras que representan lo más bello y lo más cruel de este mundo.

Una vez más se encontraba a solas. Todo lo que poseía le parecía poco. Sentado en su trono lo veía todo frío y vacío. Sus oscuros ojos marrones se posaban continuamente en el portón de su palacio; esperando que apareciese ella. Su bronceada piel se iba aclarando con el paso de los días. Cada vez se sentía más muerto. Caían sus negros rizos sobre sus hombros, cubiertos por su capa de seda negra en la cual se iban dibujando escenas de horribles muertes con un fino hilo dorado. Su camisa blanca cubría su delgado pero moldeado torso. Sobre su muslo, vestido con un pantalón gris oscuro, descansaba su mano derecha. Sus dedos llenos de anillos con brillantes y enigmáticas piedras y sus uñas teñidas de un llamativo color negro. Piernas cruzadas, elegantes zapatos negros que añadían más poder a su persona.
Echó su pelo hacia atrás, apartándolo de la cara. Se rascó la barbilla, jugando con los pelos de su barba e hizo lo mismo con la zona dle bigote. Se levantó. Le pesaba el cuerpo, se sentía débil. Maldijo a gritos y golpeó la puerta. Nadie entendía su dolor. Desde que fue destinado a habitar y reinar aquel lugar se había sentido solo.
Todavía recordaba el día en el que recuperó la sonrisa. Hacía calor. Decidió salir del Inframundo; se sentía agobiado. En la pradera jugaban las ninfas. Él se sentía vivo. Sentado entre el verde césped observaba la naturaleza que lo rodeaba. Se oían risas, había felicidad en el ambiente. Pudo observar como una muchacha de castaños cabellos recogía flores y jugueteaba feliz y despreocupada. Él esbozó una sonrisa, o al menos lo intentó, pues no sabía lo que era aquello. Volvió a su reino preguntándose por que él no podía vivir así. Al día siguiente volvió a subir a la superficie. Aquella joven se encontraba de nuevo correteando feliz y recogiendo flores para su cabello. Fue entonces cuando ella le vio sentado bajo la sombra de un árbol. Sus enigmáticos ojos verdes se clavaron en los de él. Le llamaba la atención. No sabía porque, pero le parecía interesante. El dios le dedicó una sonrisa y fue entonces cuando una voz gritó el nombre de la chica. Ella se giró y corrió hacia su madre que la llamaba. Llevaba espigas de trigo y era muy parecida a su hija. Hades identificó rápidamente a su hermana Deméter. Cuando volvió esa noche a sus dominios se preguntaba si era posible que aquella dulce muchacha fuese su sobrina.
Un día más volvió a salir, no sin antes pararse por los jardines de su palacio. Nada le llamaba la atención. Todas las flores estaban mustias, sin brillo. Rebuscó sin descanso hasta que encontró una flor de negros y brillantes pétalos. La recogió y subió de nuevo a la superficie. Allí se encontraba una vez más la joven que le tenía hipnotizado. Se acercó a ella por la espalda y le colocó la flor delante de sus ojos.
-Creo que esta no la tienes.- Dijo con un toque de picardía en su voz.
Ella se dio la vuelta y se le quedó mirando. Sus oscuros ojos le llamaban la atención, la tenían presa. Su madre la había dicho que no se acercase a él, pero ella se sentía tentada, necesitaba conocer más acerca de ese misterioso hombre con aquel brillo tan singular.
-He oído hablar de ti. Dicen que no debo de estar cerca tuya.- Respondió la joven tras dudar durante unos segundos.
-¡Ah! Las malas lenguas. Puedo asegurarte que soy incapaz de dañar a una muchacha tan encantadora como tú.- Esta vez sí consiguió sonreír de verdad.
Ella seguía mirándole. Se sentía extraña. Cada vez tenía más ganas de acompañarle, quería saberlo todo sobre él, le parecía fascinante. Una vez más, su madre la llamó. El dios le colocó su flor en el pelo y se despidió de ella.
-No es conveniente que hagas esperar a tu mamá.
La joven le sonrió y se fue a paso lento, girando la vista para verle de vez en cuando. Él seguía allí, inmóvil.
Una noche más volvió a su reino. Sonreía por primera vez en mucho tiempo. Su único deseo era volver a verla de nuevo. Sus ojos verdes le tenían preso. Su castaño cabello le llamaba. Quería tenerla cerca. Sabía que era su sobrina, pero también sabía que se había enamorado. ¿Por qué? ¿Por qué él? No era posible. Su misión era ofrecerle a los muertos lo que se habían ganado en vida. Debía recompensarles, o debía castigarles. Su capa reflejaba cosas horribles, su reino se encontraba en la más profunda tristeza. El Tártaro llamaba o todo aquel que se encontrase en el lugar. El río Estigio no brillaba. Su palacio no resplandecía. ¿Por qué entonces él sentía cosas bellas? En los últimos días se había portado demasiado bien con los que bajaron a su reino. Aquella joven le había cambiado por completo. Parecía ser que el amor era capaz de embellecer a lo más cruel del mundo.
Un día más subió a la superficie. Se sentó a la sombra del mismo árbol de siempre y esperó a verla de nuevo por allí. Las ninfas jugaban, pasaban las horas y ella no aparecía por ninguna parte. Se empezaba a sentir mal de nuevo. Su rostro perdía color por momentos. ¿Dónde estaba? Él era feliz solo con verla, con sentirla cerca, pero aquel día no le fue posible. Volvió triste a su palacio. Día tras día él subía de nuevo a verla, pero ya no estaba por allí. Cansado de esperar marchó a buscarla. Necesitaba verla. Solo el contacto visual con ella era suficiente para hacerle feliz. Estaba a punto de rendirse cuando por fin la encontró. Estaba recogiendo flores en un lugar muy apartado al habitual. El interior del dios se llenaba de un sentimiento más potente a todos los anteriores. Un impulso recorrió todo su cuerpo. Corrió hacia ella. Quería tenerla cerca más que nunca. Había sufrido durante tan solo unos días el no verla y le había parecido lo más doloroso del mundo. Estaba ya a su lado. Ella le sonrió.
-¿Dónde has estado todo este tiempo?- La voz del dios escondía preocupación.
-Mi madre no me dejó moverme de aquí.
Hades miró a la joven a los ojos. Tragó saliva y optó por hacer lo que de verdad deseaba.
-Vente conmigo.
La agarró de la mano y la arrastró con él hasta lo más profundo de su reino. La muchacha se encontraba desorientada. Quería ir con su madre. Hades la tenía. Por fin era feliz. Su palacio empezaba a brillar. Se sentó en su trono. Mientras tanto, Perséfone se encontraba tirada a sus pies. Él no podía verla así. El sufrimiento de ella pasaba a él. Le rompía por dentro aquella situación. Se levantó para agacharse a su lado. La incorporó de nuevo, la acarició la mejilla y la apartó el pelo de la cara.
-Anda preciosa, ve a dar una vuelta, te vendrá bien.
La joven no dudó ni un solo segundo. Corrió por el palacio hasta encontrarse en los jardines. Tenía que huir de aquel reino oscuro y sombrío. Estaba asustada. A medida que caminaba, las plantas florecían a su alrededor. Recordaba como su madre la advirtió, como dijo que aquel lugar escondía trampas bajo inofensivas tentaciones. De los arbustos salían flores brillantes, con pétalos que parecían tallados en rubíes, zafiros o ámbar, hojas de esmeralda salían de tallos finos y estilizados. A Perséfone le llamaba la atención todo aquello, pero se mantuvo firme e ignoró su llamada. Tenía que salir, pero rápidamente se  perdió entre aquellos jardines. Se sentía confusa. Hades observaba desde la ventana de palacio. Él se sentía feliz viéndola. No necesitaba más. Ella, mientras tanto, intentaba salir desesperadamente de aquel lugar. Estaba agotada. No podía continuar y se sentó a descansar bajo un árbol. Pronto se dio cuenta de que encima tenía una flor conocida. Negros pétalos brillantes la llamaban. Se levantó, la miró con detenimiento. Entre las hojas brillantes no solo había flores de esas, si no que también había frutos. Negros y redondos frutos. Cogió uno y lo abrió. Dentro había incontables semillas rojas y brillantes. Aquellas semillas parecían pequeñas piedras preciosas. Tenía hambre, o quizá era tentación, pero decidió comer de aquel fruto. Una semilla. Luego otra. Y así hasta que llegó a seis. No continuó porque en aquel momento apareció su carcelero con otro hombre; de pelo cobrizo, un polo amarillo, pantalones cortos blancos, sandalias y con un caduceo en la mano.
-Perséfone, he venido a por ti. Tu madre te busca por toda la tierra. Has de ir con ella, está sufriendo y el lugar se ha vuelto triste y frío.- Le dijo Hermes.
Ella miró a Hades. En su cara se reflejaba la tristeza. Ella se sentía culpable. Quería estar con él. Empezaba a sentir algo por su raptor.
-No puedo salir de aquí. Pertenezco a este lugar.- Respondió la joven.
El dios de los muertos sonrió. El mensajero se fue y la muchacha se acercó a su tío. Él cogió su  mano y besó el dorso de la misma. La miró a los ojos. Ella no sabía por qué, pero quería estar con él. Sentía culpa en su interior porque estaba haciendo sufrir a su madre, pero algo la tenía presa. Hades la llevó de nuevo al palacio. Las paredes comenzaban a emitir aquel brillo verdoso y enigmático. El Tártaro volvía a ser aquel lugar apartado sin ningún interés. Las aguas del Estigio iluminaban de nuevo aquel oscuro lugar con su verde luz.
Hades acarició la cara de su sobrina. Acercó sus labios a los de ella y ambos se fundieron en un largo beso. El miedo que ella sentía al principio había desaparecido. Aquel enigmático hombre la había encandilado por completo. Él bajaba sus manos por la espalda de ella, acariciando cada milímetro de su piel. Ella enredaba sus dedos entre los negros rizos de él. Hades besaba el cuello de la joven despacio y con ternura. Ella se retorcía de placer. El dios comenzó a desnudar a su amada mientras ella le desabrochaba los botones de la camisa. Juntos se fundieron en un mismo ser, compartieron su esencia, se hicieron uno.
Deméter lloraba la pérdida de su hija. Zeus decidió ayudar, al fin y al cabo, él era el padre de la pequeña. Juntos bajaron al Inframundo. Allí fueron hacia el palacio. Su negra arquitectura griega emitía un dorado resplandor entre los miles y brillantes colores de las plantas del jardín. Al llegar a los aposentos de Hades, le encontraron sentado en su trono, vestido totalmente de negro con una camisa, un pantalón y los zapatos y su capa de seda negra adornada con las horribles escenas doradas que iban cambiando. A su lado había otro trono. En él estaba sentada Perséfone. Vestía un negro vestido encorsetado y unos tacones dorados. Hades la había convertido en su reina y esposa.
Zeus intentó convencer a la joven para que volviese con su madre. Ella quería, pero algo se lo impedía. Fue entonces cuando por fin comprendieron que estaba hechizada por las semillas de la granada. Deméter se hundía entre sus lágrimas. Había perdido a su pequeña, y ya no podía recuperarla. Pero había una solución. La joven Perséfone pasaría seis meses al año con su madre y otros seis con su marido. Ninguno estaba de acuerdo excepto Zeus, y al final, la cosa quedó así impuesta.
Cada año, el dios de los muertos pierde a su amada durante seis meses. Seis meses que le cuestan el brillo y el esplendor del Inframundo, y su propia felicidad. Son seis meses en los que Hades se sienta en su trono mirando hacia la puerta, combinando la esperanza de volver a verla con el miedo de no tenerla más. Pierde el color, se vuelve pálido. Las almas que vagan por el submundo van tristes, sin luz, sin rumbo. El Tártaro gana fuerzas y el Estigio se apaga. El rey de los muertos maldice y golpea todo cuanto se encuentra. Su jardín está mustio, triste y muerto. No hay colores y la dorada luz de su palacio se ve oxidada. Él solo quiere amar y es castigado por ello. No sale, se encierra en sí mismo y en su dolor. El dolor de un ser incomprendido. Nadie le permitió ser uno más. Él era diferente, él era un apestado. Era un monstruo. Comprendía el dolor de su hermana; al fin y al cabo, ella perdía una hija. Pero, ¿y él? ¿Alguien le comprendía? ¿Alguien había parado a escucharle? Nadie. Estaba solo, destinado a seguir solo. ¿Seis meses? ¿Qué son seis meses cuando eres inmortal? El tiempo no pasa para él, y menos sabiendo que su amada puede caer presa de algún hechizo y no volver nunca a sus brazos.

¿Qué es el amor? Preguntan los mortales. El amor no es más que la combinación de felicidad y dolor al mismo tiempo. Es soñar, es temer. Es sonreír, es llorar. Es sacrificarse, es ser recompensado. Es querer, es ser apartado. Amor. Cuatro letras que representan lo más bello y lo más cruel de este mundo. Y nunca sabremos si de verdad es eterno.




Dave Gles

Presentación.

¿Cuál era el auténtico objetivo de este blog? Sinceramente, ni me acuerdo. El abrirlo fue un impulso, el encontrarle utilidad, fue otro. Me pidieron un relato una vez y pensé que podría mostrarlo aquí, ya que este blog estaba intacto. Y así se queda, para mis historias.