Una vez más se encontraba a solas. Todo lo que poseía le parecía poco. Sentado en su trono lo veía todo frío y vacío. Sus oscuros ojos marrones se posaban continuamente en el portón de su palacio; esperando que apareciese ella. Su bronceada piel se iba aclarando con el paso de los días. Cada vez se sentía más muerto. Caían sus negros rizos sobre sus hombros, cubiertos por su capa de seda negra en la cual se iban dibujando escenas de horribles muertes con un fino hilo dorado. Su camisa blanca cubría su delgado pero moldeado torso. Sobre su muslo, vestido con un pantalón gris oscuro, descansaba su mano derecha. Sus dedos llenos de anillos con brillantes y enigmáticas piedras y sus uñas teñidas de un llamativo color negro. Piernas cruzadas, elegantes zapatos negros que añadían más poder a su persona.
Echó su pelo hacia atrás, apartándolo de la cara. Se rascó la barbilla, jugando con los pelos de su barba e hizo lo mismo con la zona dle bigote. Se levantó. Le pesaba el cuerpo, se sentía débil. Maldijo a gritos y golpeó la puerta. Nadie entendía su dolor. Desde que fue destinado a habitar y reinar aquel lugar se había sentido solo.
Todavía recordaba el día en el que recuperó la sonrisa. Hacía calor. Decidió salir del Inframundo; se sentía agobiado. En la pradera jugaban las ninfas. Él se sentía vivo. Sentado entre el verde césped observaba la naturaleza que lo rodeaba. Se oían risas, había felicidad en el ambiente. Pudo observar como una muchacha de castaños cabellos recogía flores y jugueteaba feliz y despreocupada. Él esbozó una sonrisa, o al menos lo intentó, pues no sabía lo que era aquello. Volvió a su reino preguntándose por que él no podía vivir así. Al día siguiente volvió a subir a la superficie. Aquella joven se encontraba de nuevo correteando feliz y recogiendo flores para su cabello. Fue entonces cuando ella le vio sentado bajo la sombra de un árbol. Sus enigmáticos ojos verdes se clavaron en los de él. Le llamaba la atención. No sabía porque, pero le parecía interesante. El dios le dedicó una sonrisa y fue entonces cuando una voz gritó el nombre de la chica. Ella se giró y corrió hacia su madre que la llamaba. Llevaba espigas de trigo y era muy parecida a su hija. Hades identificó rápidamente a su hermana Deméter. Cuando volvió esa noche a sus dominios se preguntaba si era posible que aquella dulce muchacha fuese su sobrina.
Un día más volvió a salir, no sin antes pararse por los jardines de su palacio. Nada le llamaba la atención. Todas las flores estaban mustias, sin brillo. Rebuscó sin descanso hasta que encontró una flor de negros y brillantes pétalos. La recogió y subió de nuevo a la superficie. Allí se encontraba una vez más la joven que le tenía hipnotizado. Se acercó a ella por la espalda y le colocó la flor delante de sus ojos.
-Creo que esta no la tienes.- Dijo con un toque de picardía en su voz.
Ella se dio la vuelta y se le quedó mirando. Sus oscuros ojos le llamaban la atención, la tenían presa. Su madre la había dicho que no se acercase a él, pero ella se sentía tentada, necesitaba conocer más acerca de ese misterioso hombre con aquel brillo tan singular.
-He oído hablar de ti. Dicen que no debo de estar cerca tuya.- Respondió la joven tras dudar durante unos segundos.
-¡Ah! Las malas lenguas. Puedo asegurarte que soy incapaz de dañar a una muchacha tan encantadora como tú.- Esta vez sí consiguió sonreír de verdad.
Ella seguía mirándole. Se sentía extraña. Cada vez tenía más ganas de acompañarle, quería saberlo todo sobre él, le parecía fascinante. Una vez más, su madre la llamó. El dios le colocó su flor en el pelo y se despidió de ella.
-No es conveniente que hagas esperar a tu mamá.
La joven le sonrió y se fue a paso lento, girando la vista para verle de vez en cuando. Él seguía allí, inmóvil.
Una noche más volvió a su reino. Sonreía por primera vez en mucho tiempo. Su único deseo era volver a verla de nuevo. Sus ojos verdes le tenían preso. Su castaño cabello le llamaba. Quería tenerla cerca. Sabía que era su sobrina, pero también sabía que se había enamorado. ¿Por qué? ¿Por qué él? No era posible. Su misión era ofrecerle a los muertos lo que se habían ganado en vida. Debía recompensarles, o debía castigarles. Su capa reflejaba cosas horribles, su reino se encontraba en la más profunda tristeza. El Tártaro llamaba o todo aquel que se encontrase en el lugar. El río Estigio no brillaba. Su palacio no resplandecía. ¿Por qué entonces él sentía cosas bellas? En los últimos días se había portado demasiado bien con los que bajaron a su reino. Aquella joven le había cambiado por completo. Parecía ser que el amor era capaz de embellecer a lo más cruel del mundo.
Un día más subió a la superficie. Se sentó a la sombra del mismo árbol de siempre y esperó a verla de nuevo por allí. Las ninfas jugaban, pasaban las horas y ella no aparecía por ninguna parte. Se empezaba a sentir mal de nuevo. Su rostro perdía color por momentos. ¿Dónde estaba? Él era feliz solo con verla, con sentirla cerca, pero aquel día no le fue posible. Volvió triste a su palacio. Día tras día él subía de nuevo a verla, pero ya no estaba por allí. Cansado de esperar marchó a buscarla. Necesitaba verla. Solo el contacto visual con ella era suficiente para hacerle feliz. Estaba a punto de rendirse cuando por fin la encontró. Estaba recogiendo flores en un lugar muy apartado al habitual. El interior del dios se llenaba de un sentimiento más potente a todos los anteriores. Un impulso recorrió todo su cuerpo. Corrió hacia ella. Quería tenerla cerca más que nunca. Había sufrido durante tan solo unos días el no verla y le había parecido lo más doloroso del mundo. Estaba ya a su lado. Ella le sonrió.
-¿Dónde has estado todo este tiempo?- La voz del dios escondía preocupación.
-Mi madre no me dejó moverme de aquí.
Hades miró a la joven a los ojos. Tragó saliva y optó por hacer lo que de verdad deseaba.
-Vente conmigo.
La agarró de la mano y la arrastró con él hasta lo más profundo de su reino. La muchacha se encontraba desorientada. Quería ir con su madre. Hades la tenía. Por fin era feliz. Su palacio empezaba a brillar. Se sentó en su trono. Mientras tanto, Perséfone se encontraba tirada a sus pies. Él no podía verla así. El sufrimiento de ella pasaba a él. Le rompía por dentro aquella situación. Se levantó para agacharse a su lado. La incorporó de nuevo, la acarició la mejilla y la apartó el pelo de la cara.
-Anda preciosa, ve a dar una vuelta, te vendrá bien.
La joven no dudó ni un solo segundo. Corrió por el palacio hasta encontrarse en los jardines. Tenía que huir de aquel reino oscuro y sombrío. Estaba asustada. A medida que caminaba, las plantas florecían a su alrededor. Recordaba como su madre la advirtió, como dijo que aquel lugar escondía trampas bajo inofensivas tentaciones. De los arbustos salían flores brillantes, con pétalos que parecían tallados en rubíes, zafiros o ámbar, hojas de esmeralda salían de tallos finos y estilizados. A Perséfone le llamaba la atención todo aquello, pero se mantuvo firme e ignoró su llamada. Tenía que salir, pero rápidamente se perdió entre aquellos jardines. Se sentía confusa. Hades observaba desde la ventana de palacio. Él se sentía feliz viéndola. No necesitaba más. Ella, mientras tanto, intentaba salir desesperadamente de aquel lugar. Estaba agotada. No podía continuar y se sentó a descansar bajo un árbol. Pronto se dio cuenta de que encima tenía una flor conocida. Negros pétalos brillantes la llamaban. Se levantó, la miró con detenimiento. Entre las hojas brillantes no solo había flores de esas, si no que también había frutos. Negros y redondos frutos. Cogió uno y lo abrió. Dentro había incontables semillas rojas y brillantes. Aquellas semillas parecían pequeñas piedras preciosas. Tenía hambre, o quizá era tentación, pero decidió comer de aquel fruto. Una semilla. Luego otra. Y así hasta que llegó a seis. No continuó porque en aquel momento apareció su carcelero con otro hombre; de pelo cobrizo, un polo amarillo, pantalones cortos blancos, sandalias y con un caduceo en la mano.
-Perséfone, he venido a por ti. Tu madre te busca por toda la tierra. Has de ir con ella, está sufriendo y el lugar se ha vuelto triste y frío.- Le dijo Hermes.
Ella miró a Hades. En su cara se reflejaba la tristeza. Ella se sentía culpable. Quería estar con él. Empezaba a sentir algo por su raptor.
-No puedo salir de aquí. Pertenezco a este lugar.- Respondió la joven.
El dios de los muertos sonrió. El mensajero se fue y la muchacha se acercó a su tío. Él cogió su mano y besó el dorso de la misma. La miró a los ojos. Ella no sabía por qué, pero quería estar con él. Sentía culpa en su interior porque estaba haciendo sufrir a su madre, pero algo la tenía presa. Hades la llevó de nuevo al palacio. Las paredes comenzaban a emitir aquel brillo verdoso y enigmático. El Tártaro volvía a ser aquel lugar apartado sin ningún interés. Las aguas del Estigio iluminaban de nuevo aquel oscuro lugar con su verde luz.
Hades acarició la cara de su sobrina. Acercó sus labios a los de ella y ambos se fundieron en un largo beso. El miedo que ella sentía al principio había desaparecido. Aquel enigmático hombre la había encandilado por completo. Él bajaba sus manos por la espalda de ella, acariciando cada milímetro de su piel. Ella enredaba sus dedos entre los negros rizos de él. Hades besaba el cuello de la joven despacio y con ternura. Ella se retorcía de placer. El dios comenzó a desnudar a su amada mientras ella le desabrochaba los botones de la camisa. Juntos se fundieron en un mismo ser, compartieron su esencia, se hicieron uno.
Deméter lloraba la pérdida de su hija. Zeus decidió ayudar, al fin y al cabo, él era el padre de la pequeña. Juntos bajaron al Inframundo. Allí fueron hacia el palacio. Su negra arquitectura griega emitía un dorado resplandor entre los miles y brillantes colores de las plantas del jardín. Al llegar a los aposentos de Hades, le encontraron sentado en su trono, vestido totalmente de negro con una camisa, un pantalón y los zapatos y su capa de seda negra adornada con las horribles escenas doradas que iban cambiando. A su lado había otro trono. En él estaba sentada Perséfone. Vestía un negro vestido encorsetado y unos tacones dorados. Hades la había convertido en su reina y esposa.
Zeus intentó convencer a la joven para que volviese con su madre. Ella quería, pero algo se lo impedía. Fue entonces cuando por fin comprendieron que estaba hechizada por las semillas de la granada. Deméter se hundía entre sus lágrimas. Había perdido a su pequeña, y ya no podía recuperarla. Pero había una solución. La joven Perséfone pasaría seis meses al año con su madre y otros seis con su marido. Ninguno estaba de acuerdo excepto Zeus, y al final, la cosa quedó así impuesta.
Cada año, el dios de los muertos pierde a su amada durante seis meses. Seis meses que le cuestan el brillo y el esplendor del Inframundo, y su propia felicidad. Son seis meses en los que Hades se sienta en su trono mirando hacia la puerta, combinando la esperanza de volver a verla con el miedo de no tenerla más. Pierde el color, se vuelve pálido. Las almas que vagan por el submundo van tristes, sin luz, sin rumbo. El Tártaro gana fuerzas y el Estigio se apaga. El rey de los muertos maldice y golpea todo cuanto se encuentra. Su jardín está mustio, triste y muerto. No hay colores y la dorada luz de su palacio se ve oxidada. Él solo quiere amar y es castigado por ello. No sale, se encierra en sí mismo y en su dolor. El dolor de un ser incomprendido. Nadie le permitió ser uno más. Él era diferente, él era un apestado. Era un monstruo. Comprendía el dolor de su hermana; al fin y al cabo, ella perdía una hija. Pero, ¿y él? ¿Alguien le comprendía? ¿Alguien había parado a escucharle? Nadie. Estaba solo, destinado a seguir solo. ¿Seis meses? ¿Qué son seis meses cuando eres inmortal? El tiempo no pasa para él, y menos sabiendo que su amada puede caer presa de algún hechizo y no volver nunca a sus brazos.
¿Qué es el amor? Preguntan los mortales. El amor no es más que la combinación de felicidad y dolor al mismo tiempo. Es soñar, es temer. Es sonreír, es llorar. Es sacrificarse, es ser recompensado. Es querer, es ser apartado. Amor. Cuatro letras que representan lo más bello y lo más cruel de este mundo. Y nunca sabremos si de verdad es eterno.
Dave Gles
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