Eran las lágrimas sus únicas acompañantes. Dos semanas habían pasado ya desde que se había separado de su querido Alexander. Un fatídico accidente doméstico, o eso habían dicho. Quizá para Sharon lo importante no era el cómo, si no el qué, y era evidente el hecho de que ya no volvería a estar entre sus brazos. La casa se le hacía enorme y la cama interminable sin él a su lado. Apenas comía lo necesario para saciar su hambre y los muebles y demás objetos de la hacienda acumulaban polvo, ya que ella se veía incapaz de perturbar aquellos bienes y modificarlos lo más mínimo, ni siquiera permitió a la empleada doméstica el limpiarlos. Miraba constantemente el retrato de su marido y le sentía a su lado. Soñaba a diario con sus castaños ojos oscuros, su negro y salvaje cabello, el cual le costaba peinar y lo conseguía siempre echándolo hacia atrás, su recta y puntiaguda nariz, su barba descuidada y su bronceada piel mediterránea. Deseaba que sus fornidos brazos la rodeasen y sentir su reconfortable calor de nuevo. Sharon no se sentía capaz de vivir sin su esposo.
Y así pasaba los días; triste entre lamentos.
Una noche como otra más, la joven subió las solitarias y lúgubres escaleras que llevaban al piso de arriba y recorrió el largo y estrecho pasillo lleno de cuadros que llevaba a su cuarto. Se sentía intranquila, sobretodo porque al pasar por delante del retrato de su boda, sintió como la figura de su difunto esposo la seguía con la mirada. Ella consideró que aquello había sido fruto de su imaginación, y a eso le añadió que se encontraba cansada. Al entrar en sus aposentos se sentó en la enorme cama cubierta con unas finas sábanas de seda escarlata y tapada con unas lujosas cortinas a juego. No podía evitar pensar en tenerle a su lado y miraba el lecho vacío donde él tendría que dormir aquella noche.
Finalmente se tumbó y acomodó la cabeza en la almohada; estando de perfil y mirando hacia fuera, dándole la espalda al hueco vacío. Por más que intentaba concebir el sueño le resultó completamente imposible. El inquietante tic-tac del reloj de pared resonaba con un sonoro eco en su cabeza. Sin saber cómo, ese siniestro sonido se vio acompañado de una leve respiración que le resultaba familiar. Sharon sintió una enorme sensación de inseguridad. Sabía que estaba ella sola, pero sentía la compañía de alguien en la oscuridad.
Apretó más los ojos, como si con eso aquello que la acompañaba se fuese a ir. Un aliento en su oído, una fría caricia que jugó con un mechón de su larga cabellera negra y le recorrió la espalda y el tacto de un leve beso en su hombro. Había alguien a su lado. Como un acto reflejo se giró golpeando la nada. Buscó a ciegas el interruptor de la lámpara de la mesilla y lo accionó, consiguiendo con ello iluminar el cuarto. Sola, estaba sola, como era de esperar. No había nadie más que ella. Nadie a su lado, puerta y ventanas cerradas. En la pared opuesta a la cama el retrato de su querido Alexander le dedicaba una macabra sonrisa, y eso solo consiguió aterrarla, pues ella estaba completamente segura de que su difunto esposo no fue fotografiado en aquella siniestra pose.
Malamente pudo conciliar el sueño aquella noche. No tuvo más incidentes paranormales, pero lo anteriormente ocurrido le dio muchos quebraderos de cabeza y acabó siendo acunada por Morfeo a altas horas de la madrugada debido principalmente al cansancio. No habló con nadie por la mañana de lo sucedido, quizá el hecho de no tener trato con sus hipócritas y falsos vecinos fue un motivo, pero ni siquiera se lo mencionó a la empleada doméstica, la única mujer con la que se sentía segura.
Se intentó autoconvencer durante todo el día de que aquello había sido un sueño ocasionado por su obsesión y el amor que sentía hacia su esposo. A medida que fue transcurriendo la tarde y se avecinaba la noche, fría y oscura, la sensación de miedo aumentaba. Sharon no sabía que hacer. No lograba entender lo sucedido y no cesaron sus pensamientos en relación con ello. No había salido de casa y prácticamente no se había movido del salón en todo el día. Pensaba y le daba vueltas al tema. Miraba al cuadro de encima de la chimenea.
En él se los podía ver a ambos en un bonito jardín en el que abundaban los rosales. A juzgar por la tonalidad del cielo se podía deducir que fue algún día de otoño. Alexander vestía un elegante traje negro con remates azules en las solapas de la chaqueta. No lucía corbata ni pajarita, sino un bonito pañuelo blanco de seda con transparencias florales, dándole un aire romántico. Su pelo negro engominado hacia atrás. La miraba con respeto. En aquella imagen se la podía ver con su larga y lisa melena azabache suelta cayendo por su espalda y cubriendo la parte de arriba de su precioso y encorsetado vestido violeta; largo, con volantes y detalles negros. Sus ojos verdes y su pálida piel contrastaban con el moreno de él. Hacían una bella pareja.
Recordaba como su marido era un gran amante de la fotografía y el modelaje. Un personaje peculiar, de gustos oscuros y propios del movimiento romántico, aparte de poseer un aire moderno y abierto a las innovaciones. Un ser ambiguo, artista en distintas ramas; pintor, escritor y fotógrafo. Ganaba una buena cantidad de dinero con sus obras y eso le colocó en una posición social bastante alta.
Rodeados de vecinos curiosos, en la urbanización les tenían por tétricos, siniestros y extraños. Amantes de la muerte, decían unos. Los más creyentes les creían adoradores del maligno. Sus muebles eran anticuados; las lámparas, grades y de araña, sobrecargadas de detalles y pedrerías. Juegos de contrastes con el blanco y el negro, tonalidades frías y apagadas predominaban en la decoración junto a algún estampado animal como el guepardo o la cebra. A pesar de las injuriosas habladurías de los demás, ellos siempre se mantuvieron firmes y unidos sin escuchar ni hacer el más mínimo caso.
Sin haberlo visto venir, Sharon se encontró tendida en el sofá, dormida y pasada la media noche.
Una dulce melodía proveniente del tocadiscos la despertó.
No podía ser. Aquella canción fue la misma que sonaba cuando Alexander la pidió matrimonio en un baile celebrado por el pueblo en periodo de fiestas. Una lenta balada de un grupo noruego de rock. Y desde aquel momento se convirtió en su canción. Abrió los ojos lentamente y extrañada, sin saber de donde provenía la música y mucho menos quién la había puesto. Se sentó un tanto asustada y llamó a la empleada doméstica sin recibir respuesta alguna. Sintió un vuelco en el corazón y finalmente obtuvo el valor suficiente para volver a abrir los labios y decir en voz alta:
—Alexander.
La música cesó de golpe y fue sustituida por un tango. Perfecto. Sharon sintió que fue él el que la acompañó la noche anterior y que estaba allí ahora. Se levantó y caminó por el salón, cruzándolo y saliendo por una puerta que daba a unas escaleras que descendían. Bajó por ellas y al llegar a la planta inferior accionó la luz, dejando iluminada una amplia sala con espejos a ambos lados, cubriendo las paredes y un enorme cuadro en el muro de enfrente en el que se les podía ver a ambos bailando un tango. Les encantaba bailar juntos y ese era su género favorito para la danza. Se detuvo en medio de la sala y dijo con un fino hilo de voz:
—Querido, ¿qué es lo que quieres?
Sintió una gélida caricia que le produjo una cálida y agradable sensación. Un escalofrió le recorrió la espalda y en el espejo pudo verle detrás suya. Se giró y no había nadie. En el otro espejo se reflejaba de nuevo. Miró a ambos lados. Su reflejo estaba con ella pero Sharon no podía verle a su lado físicamente. Las lágrimas comenzaban a brotar y su pulso se aceleraba por momentos, a medida que la rabia y la impotencia se adueñaban de su ser.
—Volveré a tu lado pronto Sharon…
Tras escuchar aquellas palabras susurradas en su oído, la música cesó, desapareció el reflejo de Alexander y ella cayó de rodillas al suelo, donde comenzó a llorar con rabia, gritando, y allí estuvo hasta que al final acabó durmiéndose.
Tras despertar en el suelo de la sala de baile recordó todo lo vivido en la noche y su inseguridad volvió a salir a flote.
Alexander… Su difunto esposo se encontraba junto a ella. No se había ido. Pero lejos de sentir alegría, se sentía confusa, asustada. ¿Qué podía llegar a ocurrir? ¿Por qué en aquel instante y no inmediatamente tras su trágico accidente? ¿Qué pretendía volviendo?
Miles de preguntas sin respuesta pasaban por la mente de Sharon y el miedo y la inseguridad se iban haciendo los protagonistas.
Continuará…
Dave Gles
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