viernes, 12 de octubre de 2012

Mi confesión II

Padre, una vez más me tiene aquí, postrado de rodillas suplicando perdón a mi señor. Ha vuelto a suceder… Soy débil. Y no puedo aguantarlo más.

    Lo perdí todo por culpa del diablo pero él no se cansa. Me visitó de nuevo tras una máscara distinta. Aparentó ser mi amigo, decía venir a darme apoyo. Yo me sentía solo, ahogaba mis penas en alcohol, intentando evadirme del dolor que yo solo me he ocasionado. Me insultó. Me criticó y me escupió. Le daba asco, y no es de extrañar, pues yo mismo me repugno. Sabe como seducirme y es algo a lo que no me puedo resistir. Jamás había pensado en algo como aquello pero no pude hacer más que caer preso de su hipnótico juego.
    Botella de ron en mano, quemándome la garganta, tirado en un sillón marrón de piel. Desaliñado y sin encanto, despeinado, sucio y desprendiendo un fuerte olor a alcohol combinado con sudor. Me daba asco a mí mismo, lejos de compadecerme de mi alma, pues perdí lo que más amaba, siendo yo el único culpable, incapaz de resistirme a mis oscuras fantasías cuando el diablo me ofreció hacerlas realidad. Mirando al fuego de la chimenea no percibí que a mi lado se hallaba hasta que no comenzó a seducirme de nuevo.
    “Mírate, das asco”. Su cálida y calmada voz me insultaba sin cesar. “¿Es que no te da vergüenza? Me repugnas”. Le miraba con expresión rota, arrepentido y dolorido, y además, me decía la verdad. Sus palabras dichas con tranquilidad penetraban en mis oídos y resonaban en mi cabeza constantemente. No sabía lo que quería, pero no quería que se fuese. “Reacciona”. Decía. “No puedo”. Me costaba contestar. Las lágrimas comenzaban a invadir mis ojos, gritaba con la voz quebrada. Los efectos de mis excesos comenzaban a notarse. Me sentía solo, abandonado por mi propia compasión y sin saber que hacer. Se paseaba por la sala. Elegante con su traje, con su pelo bien cortado y peinado y su arreglada barba. Me sonreía con malicia. “Puedo darte la compañía que necesitas”. Le miraba fijamente y de mis labios salió un roto: “Hazlo”.
    Me quitó la botella de ron de la mano y le pegó un trago. La tiró al fuego, avivando así las llamas y caldeando más la sala, permitiéndome el verle con más iluminación y quedando yo hipnotizado por sus oscuros ojos que se clavaban en los míos. Sus fuertes manos apoyadas en los brazos del sillón y su figura inclinada sobre mí, nuestros rostros a escasos centímetros de distancia y fue entonces cuando besó mis labios con rabia, dejándome paralizado y con ganas de más.
    Apartose de mi lado, divertido y burlón. Mi mente no quería continuar, racional me decía que eso no era algo normal, pero mi alma, corrupta y calcinada por el abrasador fuego que es el pecado, tomaba las riendas de mi cuerpo y le pedía continuar. Le miraba con deseo y él lo sabía. Esperaba volver a saborear aquel dulce veneno que me había concedido. Escuchaba sus palabras susurradas en mis oídos, si ya quería continuar, con eso consiguió seducirme más, llenándome de lujuria como lo hizo la otra vez. “Ella no va a volver. Fuiste rastrero y sucio. Estás solo, buscándola en el fondo de las botellas. Pero tranquilo, yo seré tu compañía esta noche”. Me estremecí al escucharle. Sentía su aliento por mi cuello y el roce de sus labios por el mismo. Volvió a ponerse frente a mí. Era varonil, elegante, limpio. Y yo estaba sucio, engañado y lleno de deseo. Buscó mi boca y pude al fin saborear de nuevo sus labios, los cuales se fundían con los míos con ardiente pasión. Sumiso me dejaba hacer por él, que pronto comenzó a quitarme la camisa y a acariciar mi torso. Se fue de mi lado sin dejar de sonreírme con picardía. Cogió una nueva botella de ron y volvió dándole un largo trago. Otra vez frente a mí me escupió la bebida a la cara y luego derramó el líquido de la botella por mi cabeza, dejándome empapado.
    Un nuevo beso, corto y mordaz y se quedó de pie provocándome con la mirada. Me levanté entonces y le agarré de la corbata atrayéndole a mí para besarle de nuevo. Lo había conseguido, me tenía preso y con ganas de llegar al final. Juego lujurioso y enfermizo, espiral de sensaciones, la rabia se fundía con el deseo. Violencia en nuestros impuros actos, le quité la chaqueta y arranqué los botones de su camisa, estaba impaciente por llevar mi pecado al extremo.
    Hipnotizado estaba. Jamás se me había ocurrido pensar en tal situación. Virilidad al extremo, su aliento en mi nuca, su viperina lengua de serpiente en mi oído; susurrando promesas oscuras y lujuriosas. Sus fuertes manos me agarraban y yo me consumía por el deseo. El sudor nos empapaba y él jugó conmigo todo lo que quiso. Saboreé el néctar prohibido del diablo una vez más.
    Perdóneme padre, porque he pecado y estoy seguro de que lo volveré a hacer, no puedo evitarlo, el maligno me seduce disfrazado de hombre y de mujer.




Dave Gles

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