domingo, 15 de diciembre de 2013

Obsesión



Siento que me estoy volviendo loco.
¿Cómo dices?
No, ella no es culpable.
¿O quizá sí?
¿Qué me está pasando?
Ella es mía, ¿lo entiendes? MÍA.

Empezó con un juego, era divertido. Acababa de salir de algo horrible, la peor de todas las relaciones sexuales con la persona a la cual había idealizado de una manera más que romántica y perfecta. Estaba decaído, me sentía una mierda. No había ánimo, no había autoestima, solo había autocompasión y rencor.
Comenzó a hablar conmigo, parecía increíble. Era bella, era perfecta. Me dio alas, flotaba, volaba, escapaba a un mundo donde la fantasía era la realidad y la realidad era que ella me quería y no quería compartirme.
Un juego de palabras, tensión sexual que se sobrecargaba cada dos por tres, si sentías que bajaba, de repente subía, algo fantástico, rozaba el orgasmo. A raíz de una imagen, no era físico, era mental. Una explosión de sentimientos que no se había visto jamás. Sensaciones recorrían nuestros cuerpos, o por lo menos el mío, la adrenalina me poseía y necesitaba descargarla. Mi puño ya no me respondía, lo había mordido tanto que sangraba, las uñas más que carcomidas, roídas, rozando esas heridas, cada vez que no me respondía y al ver su respuesta mi piel de gallina, mi nuca erizada. Sentía sus palabras por detrás de la oreja, me la imaginaba a mi lado, y yo era su presa.
Alimentaba mis deseos, mi vocabulario crecía, ella lo inspiraba, juego de imágenes, necesitaba descargarlo todo.
Comenzaron los rumores, comenzaron a atosigarla con preguntas. ¿Qué éramos nosotros? Hasta el momento dos jugadores en un juego macabro y erótico, una extraña danza psicológica que rozaba los límites de la locura y dibujaba una perfecta cordura en nuestras perturbadoras mentes que lo único que necesitaban era comprensión.
Respondía a sus preguntas dando cosas por hecho, sonrisas tontas y más y más deseo de tenerla a mi lado cada vez que veía lo que de mí decía a los demás.
Las preguntas proseguían y pronto mi mente comprendería que mi obsesión crecía y que debía de actuar o pararlo, pero pararlo no me llenaría, por lo tanto seguí, y seguí hasta obtener más.
Hombres le llovían, o eso me decían, cuando vi sus fotografías, y el amor o las ganas de poseerla subían, las preguntas sobre “lo nuestro” no paraban, iban a más y algo me decía que todo iba a salir mal.
Me vieron mirando su fotografía, me dieron su nombre, vi todos sus seguidores, vi su perfección, vi su mundo e imagen real.
Amigos míos la conocían, sabían quién era y me hablaban de sus gustos.
No era normal, ella era bella y perfecta y yo llevaba años solo. Siempre dije que así lo escogí, pero que tantos supiesen de su existencia desde antes de que comenzase a hablarme alimentó mi inseguridad y mi mente comenzó a decirme que yo no era atractivo. Mi egolatría se perdía en un mar de incertidumbre que a mi alrededor se dibujaba. Todos los que se le acercaban, tan guapos, tan altos, tan musculosos. ¿Qué era yo? Mera literatura, palabrería, imágenes y un jodido amo posesivo que solo la quería para él.
Me engañé, lo sabía. No eran celos, estaba realmente loco por ella. Siempre dije que mi madurez y la confianza en la otra persona eran las causantes de que no tuviese que temer un engaño por su parte. ¿Si otro aparecía? Le cortaba las pelotas, eso era lo que mi mente quería. Ya no sabía si seguía jugando o esa fantasía había atravesado el plano de la realidad.
Me engañaba. No quería estar conmigo, solo era un peón en su ajedrez. Mi frustración crecía, ya no sabía si era una ligera asfixia para alcanzar el placer mutuo o si mis manos debían agarrar su cuello hasta dejar de escucharla respirar.
“Mira esta chica, está buena, es fan de tal grupo”. Mi amigo me lo dijo sin saber toda la conversación que habíamos tenido, sin saber que ambos jugábamos en una misma liga de sadismo y masoquismo, dominación y obediencia, en la que yo era un amo posesivo y ella mi esclava, o así había quedado dictado. “Me cae bien” fue mi respuesta, aparté la mirada, intentando no lanzarme hacia él y arrancarle los ojos para que no volviese a verla. Muchos la conocían, muchos sabían de su existencia y yo no podía más.
Me estaba convirtiendo en aquello que odiaba. No era más que juego lujurioso, jamás pensé que la psicología atravesaría lo físico y lo rasgaría, haciéndome dudar de todo.
Mis recuerdos me atacaban y soñaba. Él otra vez. Aquellos golpes, los tirones de pelo, las palabras sucias en mi oído. Las marcas de sus dedos en mi cuerpo. Esa ira que él alimentó, ella la recibiría, pero lo peor es que lo necesitaba porque así era como me excitaba.
Comencé a jugar sucio, necesitaba a otra para saciarme porque sabía perfectamente que ella me dejaría a medias.
¿Dónde iba? No podía compararlas. Una tan perfecta y la otra no llegaba ni a plato sustituto. No se podían medir.
Esta relación iba directa a un abismo de locura, me poseía, me podía, me volvía loco. Estaba comenzando a ser un amo posesivo y aún no la había tenido. ¿Por qué tantos sabían de ella? ¿Por qué yo no la había conocido antes? ¿Qué narices veía ella en mí cuando era más que evidente que miles de hombres habían intentado captar su atención y yo la ignoré desde un primer momento? Sí, admití su belleza, pero directamente, no la quería, tenía a mi juguete, juguete que jugó conmigo y ahí caí del todo.
Sus manos en mi cuerpo. Mis manos en su cuello. Su voz de hombre insultándome. Mi voz de hombre en su nuca, apartando el pelo de su cuerpo de mujer. Sus dedos agarrando mi pelo, tirando de él, le odiaba, y lo iba a pagar. Mis dedos en su cuello, asfixia, ella lo pagaba por él.
Mi locura en su punto máximo, los golpes ya no eran por placer, eran la satisfacción y la venganza, una venganza a una paranoia que se acoplaba en mi cabeza y me incitaba a desconfiar de ella.
No quería que hablase con nadie, no quería que nadie viese sus fotos. Ella era mía. Solamente mía. Parecía increíble, pero así lo sentía y caí preso de su juego, otro loco más. Locura que me consumía por dentro y me terminó por matar.

martes, 10 de diciembre de 2013

Otros relatos sobre dioses

He abierto un nuevo blog, un blog dedicado a los fascinantes dioses del Olimpo. Ellos no se han ido, nadie cree en ellos, pero ellos siguen haciendo de las suyas entre los mortales, en busca de lo que más les gusta: el sexo.

Mis historias seguirán aquí, si queréis leer a dioses, nos vemos por el Olimpo, por el erótico Olimpo:
La erótica del Olimpo

jueves, 14 de noviembre de 2013

El renacer del Inframundo

Los siglos pasaban lentos. Para él, dolorosos, a la vez que placenteros.
Era esa alternancia de sentimientos, ligadas a la presencia o ausencia de su esposa, lo que le consumía por dentro.
La echaba de menos. Exprimía cada segundo a su lado. No era capricho, era amor. Su trofeo, lo único que realmente amaba de lo que tenía, lo más bello de todo cuanto poseía, la luz de su oscuridad, la bondad de su frío corazón inmortal.
Y ahí estaba en aquel momento. Ansioso. Esperando en las negras puertas de su palacio. Pálido, delgado, ojeroso y demacrado. Sus negros ropajes le eran insignificantes. Miraba el largo camino que recorría su muerto jardín, de apagadas plantas y flores marchitas. Poco fue el tiempo que duraron así. Por segundos, todo vegetal que allí había plantado iba recuperando su color y su vida. Pronto comprendió lo que ocurría. Echó a correr, buscándola. Ella llegaba, no había duda. Miró un rosal. Sus negras flores florecían poco a poco, cobrándose de vida, resplandeciendo con una especie de luz propia interior, que emitía leves destellos rojizos entre aquellos oscuros pétalos. Siguió andando. Las enredaderas iban creciendo a su paso. Cada planta iluminaba su camino. Pronto se encontró en un misterioso y siniestro jardín de plantas oscuras y luminosas, de contrastes suculentos y flores que llamaban y atraían con su belleza singular y su extraño aspecto de piedra preciosa.
Hasta sus pies rodó una fruta. Oscura, marrón anaranjada, casi negra. Estaba rota. Dentro, bellas semillas rojas entregaban su fulgor y belleza a los ojos del dios. Al levantar la vista, su enigmática mirada fría se cruzó con los cálidos ojos verdes de su reina. Sus largos cabellos castaños caían en cascada sobre el negro vestido largo que cubría su perfecto cuerpo.
Había perdido ya la cuenta de la cantidad de años que habían pasado desde que la vio por primera vez, pero aún así le sorprendía su belleza cada vez que se reencontraban. Su piel estaba más curtida y bronceada que cuando se fue. Su cabello había clareado. Se tornaba dorado, brillaba con fuerza. Al igual que la primera vez que la vio recogiendo flores, entre las ninfas, inocente y pura.
Ella le miró. Sintió compasión, lástima al verle tan desmejorado.
Se acercó a él. Rozó su pálido rostro con sus dedos. La ligera barba que se mostraba tímida la hizo cosquillas cual hoja de lija. Él sonrió. Ella le devolvió el gesto.
Ambos acercaron sus rostros. Sus labios se rozaron tímidos. Hades pasó la mano por la nuca de su amada, acariciando cada largo cabello con las yemas de los dedos. Perséfone le respondía con ansía, besándole y enredando sus manos entre los negros rizos de él.
A medida que la pasión entre ambos aumentaba, la imagen del dios iba cobrándose de vida al igual que el bello jardín que les rodeaba.
La piel de Hades abandonaba lentamente la palidez fantasmal y tomaba color poco a poco. Su negro y apagado cabello adquiría brillo y fuerza, al igual que las hojas de los rosales. Perdía su aspecto sombrío, sus ojerosos ojos cobraban vida y su fría mirada se volvía distante y profunda, enigmática de nuevo, y no triste. su rostro calavérico volvía a tener aspecto humano. Su imagen se dibujaba ahora imponente, poderosa.
Perséfone le entregaba la vida, la vida que se le iba al dios de los muertos cuando su amada de él se separaba.


Dave Gles

miércoles, 26 de junio de 2013

El dolor de amar

¿Conoces la sensación de locura que puede llegar a producirte el amor? ¿Sabes dónde se encuentra esa fina, delgada y estrecha línea que separa la atracción, el deseo, el querer ver sensuales movimientos, que te seducen y excitan y te producen el mayor placer de los placeres, del auténtico amor? ¿Cuánto debo soportar? ¿Cuánto me toca competir entre tantas, fascinantes y exóticas bellezas celestiales para que él, mi sultán, mi amado moreno de piel canela, negros ojos azabache, recta y puntiaguda nariz, gruesos y carnosos labios, blandos y dulces, llenos de tan ansiado, adictivo y peligroso veneno, con tan perfecto torso moldeado y sus fuertes y robustos miembros, y no hablemos de su pelo, con tales rizos descuidados, negros, que aún peinados hacia atrás, buscan su propia dirección, al igual que su barba, que no muy abundante cubre su rostro, dándole rudeza, acabe por elegirme a mí?
Las viejas historias de amor me engañaron, o quizá fui yo, equivocada y confusa, la que interpretó mal el sentido o significado de cada palabra, cada suceso que en ellas se narraba, acabé loca por ellas y ellas me llevaron a una locura aún mayor, apartada de toda cordura, lejos de la razón, absorta por un mundo dominado por el amor, me torturo sin el suyo y paso a solas los días, intentando no morir, durante mil y una noches en las que mi objetivo no es salvarme, sino alzarme y enamorarle, conseguir que mi sultán no llegue a matarme, pero sin lograr evitar las heridas que producen su indiferencia, afilada cual puñal, que adornado con hermosas piedras pierde su fiereza, pero corta y salpica, manchando de rojo la alfombra, vaciando tu cuerpo.
¿En que momento desapareció mi inocencia, cuándo dejé de ser una niña para comenzar a formar parte de tan devastador y cruel sentimiento? Porque fue con él cuando todo mi mundo se tranformó. Cuando en la fría tarde del gris otoño me lo crucé, le vi por primera vez, Córdoba entera rendida a sus pies, paseando entre las columnas de Medina Azahara. No fue para mí mas que la bella silueta de un califa, demasiado alejado, cerca de la divinidad, deseo inalcanzable, tesoro incalculable que jamás prestaría atención a una joven como yo. Pero grande fue mi sorpresa al cruzármelo y chocar con él, en un desierto corredor del palacio. ¡Qué sutiles y bellas palabras! Tales gestos me atraparon más aún, con gentileza y caballerismo, me invitó a caminar junto a él, a su lado, y acepté. Aquella sonrisa moruna, lejos de la perfección, pero sí blanca, con su encanto me hechizó. Andubimos admirando los restos del palacio, comentando su historia, observando aquellos muros; testigos de la vida del califa Abderramán, sucesos que escapan de todo historiador y registro y que se perdieron en el tiempo para siempre. Fascinante vida repleta de lujos y placeres, detalles ocultos en tan majestuoso palacio que en su día debió de ser el más admirable y ostentoso de todo Al-Andalus.
Nuestro paseo por Medina Azahara acabó y continuamos por las calles de Córdoba. El día era gris y amenazaba tormenta. El viento jugaba con los rizos de mi azabache melena y la falda de mi rojo y largo vestido. Unas finas y frías gotas de agua comenzaron a caer, estableciendo contacto con nosotros, tímida y suave llovizna al principio y abundante cortina después, precipitando con rabia y violencia, empapándonos, mojando hasta el más oculto milímetro de nuestro cuerpo. Huímos, buscando un refugio, corriendo e intentando pasar el máximo tiempo posible bajo techados y soportales. Al final llegamos a un viejo edificio que parecía un hostal. Subimos a la quinta y última planta por aquellas escaleras, blancas y sucias, con la pintura descolchada, y entramos en la habitación en la cual sólo había una cama y un armario. Una pequeña ventana permitía pasar la poca luz del día que quedaba, oculta tras las grises nubes.
 ¿Cómo era que habíamos acabado en tal lugar, tan íntimo, solos, con la única compañía el uno del otro y el irrefrenable deseo que yo sentía hacia él? Pareció notarlo, o quizá fue mutuo, porque su forma de hablarme, tan sensual no me parecía normal, pero sí me gustaba y excitaba aún más. La noche caía y la luna comenzaba a observarnos, siendo testigo de lo que allí ocurrió a través del cristal de una ventana. Lo que juego era y así comenzó ganó seriedad, embriagándome con su aroma, tranformándome y desperezando sentimientos dormidos que salían a flote en su búsqueda, presos de la bellleza de mi sultán, su lengua de serpiente que prometía hacer realidad las más ocultas fantasías y deseos, contaba leyendas hermosas, prometiendo amarme, a mí, su gitana, en el cielo y la tierra, al infierno iría sólo en mi compañía, pues mi simple presencia le libraría del dolor y castigo eterno. Pude saborear el néctar que me ofrecía, trofeo de dioses, pura ambrosía. Oculta entre su canela piel y moldeado cuerpo, protegida me sentía cuando aquellos fornidos brazos me abrazaban, suspiros en mi oído, su cálido aliento me enloquecía, sutiles movimientos, que bruscos y violentos, placer transmitían, haciendo sudar, el costoso respirar, Selene fue testigo del momento en el que comencé a amar.
Pero, ¿cuál fue mi sorpresa al despertar a solas al día siguiente? ¿Adónde había ido? Simplemente fui una más de todas sus amantes, me enloqueció y enamoró, dejándome sola y rota, confusa, aquello que sentí, ¿por qué fue? Me lamento de haber sido una estúpida, ingenua e inocente, pensé que amarle sería por correspondencia y me correspondió con el abandono. Pero no lo niego, pues le amo, y quiero alzarme entre todas hasta ser la única para él...





Dave Gles

martes, 8 de enero de 2013

La última batalla


    Día: Uno más.
    Hora: Cerca del anochecer.

    Selene iba mostrándose lentamente, acompañada de su oscuro manto, apartando y cubriendo toda la luminosidad que desprendía Helios.

    Ya no calculaba el tiempo; para él no era relevante. Chorreante el filo de su lanza, describiendo un rojo y brillante rastro a su paso. Lágrimas surcaban su rostro cubierto por el casco. Lágrimas de dolor, procedentes de sus oscuros y vacíos ojos, ocasionadas por amor. Nadie le dio a elegir, no tuvo opción, la guerra era su mundo y oficio; su única verdad, y no podía cambiarlo. Le pesaba la armadura, o quizá fuese el paso del tiempo, cruel y eterno. Sabía que volvería, era consciente de que estaría con ella de nuevo, pero no lograba acertar cuando ni por cuanto. Su figura se dibujaba en su mente, la más bella de todas; la perfección absoluta. La quería tener de nuevo a su lado, oculta y segura entre sus fornidos brazos.
    Lúgubre mirada al horizonte, perdiéndose entre los últimos y marchitos rayos del sol. Cayó de rodillas con todo el peso de su musculoso cuerpo. Aquel rostro, habitualmente frío y sin expresión, mostraba dolor y sufrimiento. Su vacía mirada se inundaba de lágrimas que caían por su cara, ablandando su fiera apariencia. El señor de la guerra, ¡qué irónico sonaba! ¿Dónde quedó su ruda imagen? ¿Qué fue de su bravura? Era evidente que en ese momento no le acompañaban. Curtido en miles de batallas, vencedor y causante de todas las guerras libradas; Ares se enfrentaba al único combate ante el cual se veía indefenso: el amor.




Dave Gles