domingo, 22 de julio de 2012

Un fatídico reencuentro


Apenas había cumplido los diecisiete cuando marchó de Madrid. Recuerdo perfectamente sus ojos verdes y su negra melena. Me encantaba su perfecto y simétrico rostro. Pálida, finos labios rosados, nariz pequeña y redonda. Era alta, delgada, con unas piernas largas y estilizadas. Era toda una belleza, por eso no me extrañó cuando me dijo que se marchaba a Estados Unidos porque una agencia de modelos había puesto los ojos en ella. Me sentí mal porque se alejaba de mí, pero al fin y al cabo, era su sueño desde pequeña y yo me alegraba  porque sería feliz.
            Nos conocimos en la escuela. Crecimos juntos. Ya con seis o siete años fingíamos ser un matrimonio feliz. Sobre los doce empezamos a contarnos nuestras inquietudes, nuestras dudas o los posibles ligues. Nos pasábamos el día juntos. En clase hablábamos sin parar; más de una vez nos castigaron juntos por molestar. Por las tardes salíamos a montar en bicicleta, a jugar al fútbol o simplemente nos quedábamos en una habitación hablando de nuestras cosas. A los quince ella empezó a salir con un chico. Recuerdo que yo la ayudé y aconsejé hasta que se atrevió a hablarle. Ella se sentía feliz con él. Al cabo de un año descubrió que él se había estado viendo con otra. Eran las doce y media de la noche de un sábado. Yo vivía en un chalet de dos plantas. Mi habitación estaba en la planta de arriba. Mis padres no estaban y ella apareció en mi casa. Me llamó a gritos y yo me asomé a la ventana. Llovía, estaba sola, empapada y triste. La dejé entrar y me contó como había descubierto a su novio y habían discutido. Estaba llorando, su maquillaje se había corrido pero yo la seguía viendo preciosa. Hablamos durante un largo rato y al final acabamos besándonos. La miré y me dijo que yo siempre había estado junto a ella. Me dio las gracias y volvió a besarme. Continué el beso y juntos nos fundimos rápidamente mediante nuestros labios. Continuamos con las caricias. La besé el cuelo poco a poco y le quité la camiseta. Ella me quitó la mía y acabamos haciendo el amor en mi cama. Empezamos a salir y meses después me comunicó su partida.
            Continué mi vida. Tras su marcha no parábamos de escribirnos cartas y de llamarnos por teléfono, pero poco a poco la conexión se fue distorsionando hasta que al final el contacto fue inexistente. Nuestras vidas se volvieron independientes la una de la otra.
            Yo ya tenía veinticinco años. Acababa de terminar mis estudios universitarios y había comenzado a trabajar como profesor de matemáticas en un colegio de educación primaria. Me había ido a vivir a un piso del centro de Madrid. Estaba pagando el alquiler junto a dos chicos más. Un Viernes decidimos salir los tres juntos a dar una vuelta. Yo me había puesto un pantalón gris oscuro, una camisa de manga corta blanca y unos zapatos negros. Me había peinado echándome el pelo hacia atrás y me había afeitado. Pasamos por Callao. La calle estaba abarrotada de gente y casi no nos podíamos mover. Al parecer, era la presentación de una película americana y estaban los protagonistas firmando autógrafos. Me acerqué a curiosear un poco y entonces la vi. Se cruzaron nuestras miradas. Mis ojos marrones entraron en contacto con el verde de los suyos. Seguía igual de guapa que el día en que se fue. Llevaba su melena negra ondeando al aire y llevaba un vestido blanco de fiesta sin mangas y sin tirantes. Estaba rodeada por muchos jóvenes; varones en su gran mayoría. Con un simple movimiento de labios pude entender que me decía: “Ayúdame”. Sentí un impulso repentino y eché a correr entre la gente, salté la verja sin pensar en los guardias de seguridad y en pocos pasos me encontré a escasos centímetros de ella. Alargué la mano, ella la cogió y tiró de mí. Juntos corrimos hacia la carretera sin pensar en nada y nos metimos en su lujosa limusina blanca. Le dijo al chofer que se perdiese por la carretera sin rumbo fijo y que no parase hasta que ella le indicase. El auto se puso en marcha y me besó con pasión. No sabía como reaccionar, pero sentí la necesidad de responder con el mismo acto.
            Fueron casi dos horas en las que dimos vueltas por la ciudad besándonos y acariciándonos. Se nos echó la noche encima y subimos a su habitación de hotel. Allí ella me dijo que me había echado de menos durante aquellos años y que no podía evitar llorar por las noches pensando en mí. A decir verdad, quizá yo no había llorado tanto como ella decía, pero si era cierto que no pude olvidarla. Me contó que se había metido al cine y estaba de nuevo en España presentando su opera prima. Le pregunté si se quedaría conmigo y me dijo que no. Ella siempre soñó con ser actriz, con ser una estrella; y lo estaba cumpliendo. Tampoco me pidió que me fuese yo con ella. Consideró que lo mejor para ambos era recordar nuestra historia. Yo no estaba hecho para vivir su vida y ella no podía dejarlo todo y volver a la normalidad.
            Aquella noche la pasamos juntos en su habitación. Fue una noche en la que los besos, las caricias y las muestras de amor estuvieren presentes en todo momento. Al llegar la mañana yo me marché. Llamé a mis compañeros de piso y les dije que pasé la noche con un viejo amigo. Ella volvió a las cosas de la promoción de la película y no volvimos a vernos.
            Cada vez que salía algún trabajo nuevo suyo yo iba a verlo. Estaba pendiente de su vida gracias a la prensa rosa y de internet. Me casé, tuve dos hijos y continué mi vida independientemente. Por lo que se decía de ella; pronto se la consideró una de las mujeres más bellas del mundo. Tuvo tres maridos; dos hijas con el segundo y un hijo con el tercero. Sobre sus cuarenta años el éxito le jugó una mala pasada y acabó suicidándose por no poder con lo que le venía encima. Dejó una nota que quedó publicada en todos los medios:

                        “Viví lo que quise, pero hubo un pequeño detalle que nunca tuve en cuenta; mi felicidad. Fui la mujer más bella, la más cotizada, la más querida, la más admirada, la más envidiada y la más odiada. Decid que quiero mucho a mis hijos, pero que no puedo seguir más, espero que algún día lo comprendan. Ahora que escribo esto recuerdo aquellas palabras de Víctor: “¿Por qué no vuelves conmigo? Si es cierto que no me has olvidado, será mejor que te quedes aquí. ¿No crees?” Aceptaste mi decisión porque me querías. Te agradezco todo lo que hiciste por mí, he sido una idiota pensando que encontraría la felicidad en este mundo. Siempre te he querido Víctor.”

            Se acabó. Ver la noticia me dejó helado. A veces, tenemos tanto empeño en conseguir algo, que no somos concientes de que eso no nos conviene. Cada uno de nuestros actos tiene consecuencias positivas y negativas. Dicen que quien no arriesga no gana, pero, si vas a arriesgarte a algo, es mejor pensar las cosas, puesto que el final siempre es fatídico, pero una continuación no tiene siempre por que ser mala.


Dave Gles

domingo, 8 de julio de 2012

El sufrimiento de Hades

Amor. Cuatro letras que representan lo más bello y lo más cruel de este mundo.

Una vez más se encontraba a solas. Todo lo que poseía le parecía poco. Sentado en su trono lo veía todo frío y vacío. Sus oscuros ojos marrones se posaban continuamente en el portón de su palacio; esperando que apareciese ella. Su bronceada piel se iba aclarando con el paso de los días. Cada vez se sentía más muerto. Caían sus negros rizos sobre sus hombros, cubiertos por su capa de seda negra en la cual se iban dibujando escenas de horribles muertes con un fino hilo dorado. Su camisa blanca cubría su delgado pero moldeado torso. Sobre su muslo, vestido con un pantalón gris oscuro, descansaba su mano derecha. Sus dedos llenos de anillos con brillantes y enigmáticas piedras y sus uñas teñidas de un llamativo color negro. Piernas cruzadas, elegantes zapatos negros que añadían más poder a su persona.
Echó su pelo hacia atrás, apartándolo de la cara. Se rascó la barbilla, jugando con los pelos de su barba e hizo lo mismo con la zona dle bigote. Se levantó. Le pesaba el cuerpo, se sentía débil. Maldijo a gritos y golpeó la puerta. Nadie entendía su dolor. Desde que fue destinado a habitar y reinar aquel lugar se había sentido solo.
Todavía recordaba el día en el que recuperó la sonrisa. Hacía calor. Decidió salir del Inframundo; se sentía agobiado. En la pradera jugaban las ninfas. Él se sentía vivo. Sentado entre el verde césped observaba la naturaleza que lo rodeaba. Se oían risas, había felicidad en el ambiente. Pudo observar como una muchacha de castaños cabellos recogía flores y jugueteaba feliz y despreocupada. Él esbozó una sonrisa, o al menos lo intentó, pues no sabía lo que era aquello. Volvió a su reino preguntándose por que él no podía vivir así. Al día siguiente volvió a subir a la superficie. Aquella joven se encontraba de nuevo correteando feliz y recogiendo flores para su cabello. Fue entonces cuando ella le vio sentado bajo la sombra de un árbol. Sus enigmáticos ojos verdes se clavaron en los de él. Le llamaba la atención. No sabía porque, pero le parecía interesante. El dios le dedicó una sonrisa y fue entonces cuando una voz gritó el nombre de la chica. Ella se giró y corrió hacia su madre que la llamaba. Llevaba espigas de trigo y era muy parecida a su hija. Hades identificó rápidamente a su hermana Deméter. Cuando volvió esa noche a sus dominios se preguntaba si era posible que aquella dulce muchacha fuese su sobrina.
Un día más volvió a salir, no sin antes pararse por los jardines de su palacio. Nada le llamaba la atención. Todas las flores estaban mustias, sin brillo. Rebuscó sin descanso hasta que encontró una flor de negros y brillantes pétalos. La recogió y subió de nuevo a la superficie. Allí se encontraba una vez más la joven que le tenía hipnotizado. Se acercó a ella por la espalda y le colocó la flor delante de sus ojos.
-Creo que esta no la tienes.- Dijo con un toque de picardía en su voz.
Ella se dio la vuelta y se le quedó mirando. Sus oscuros ojos le llamaban la atención, la tenían presa. Su madre la había dicho que no se acercase a él, pero ella se sentía tentada, necesitaba conocer más acerca de ese misterioso hombre con aquel brillo tan singular.
-He oído hablar de ti. Dicen que no debo de estar cerca tuya.- Respondió la joven tras dudar durante unos segundos.
-¡Ah! Las malas lenguas. Puedo asegurarte que soy incapaz de dañar a una muchacha tan encantadora como tú.- Esta vez sí consiguió sonreír de verdad.
Ella seguía mirándole. Se sentía extraña. Cada vez tenía más ganas de acompañarle, quería saberlo todo sobre él, le parecía fascinante. Una vez más, su madre la llamó. El dios le colocó su flor en el pelo y se despidió de ella.
-No es conveniente que hagas esperar a tu mamá.
La joven le sonrió y se fue a paso lento, girando la vista para verle de vez en cuando. Él seguía allí, inmóvil.
Una noche más volvió a su reino. Sonreía por primera vez en mucho tiempo. Su único deseo era volver a verla de nuevo. Sus ojos verdes le tenían preso. Su castaño cabello le llamaba. Quería tenerla cerca. Sabía que era su sobrina, pero también sabía que se había enamorado. ¿Por qué? ¿Por qué él? No era posible. Su misión era ofrecerle a los muertos lo que se habían ganado en vida. Debía recompensarles, o debía castigarles. Su capa reflejaba cosas horribles, su reino se encontraba en la más profunda tristeza. El Tártaro llamaba o todo aquel que se encontrase en el lugar. El río Estigio no brillaba. Su palacio no resplandecía. ¿Por qué entonces él sentía cosas bellas? En los últimos días se había portado demasiado bien con los que bajaron a su reino. Aquella joven le había cambiado por completo. Parecía ser que el amor era capaz de embellecer a lo más cruel del mundo.
Un día más subió a la superficie. Se sentó a la sombra del mismo árbol de siempre y esperó a verla de nuevo por allí. Las ninfas jugaban, pasaban las horas y ella no aparecía por ninguna parte. Se empezaba a sentir mal de nuevo. Su rostro perdía color por momentos. ¿Dónde estaba? Él era feliz solo con verla, con sentirla cerca, pero aquel día no le fue posible. Volvió triste a su palacio. Día tras día él subía de nuevo a verla, pero ya no estaba por allí. Cansado de esperar marchó a buscarla. Necesitaba verla. Solo el contacto visual con ella era suficiente para hacerle feliz. Estaba a punto de rendirse cuando por fin la encontró. Estaba recogiendo flores en un lugar muy apartado al habitual. El interior del dios se llenaba de un sentimiento más potente a todos los anteriores. Un impulso recorrió todo su cuerpo. Corrió hacia ella. Quería tenerla cerca más que nunca. Había sufrido durante tan solo unos días el no verla y le había parecido lo más doloroso del mundo. Estaba ya a su lado. Ella le sonrió.
-¿Dónde has estado todo este tiempo?- La voz del dios escondía preocupación.
-Mi madre no me dejó moverme de aquí.
Hades miró a la joven a los ojos. Tragó saliva y optó por hacer lo que de verdad deseaba.
-Vente conmigo.
La agarró de la mano y la arrastró con él hasta lo más profundo de su reino. La muchacha se encontraba desorientada. Quería ir con su madre. Hades la tenía. Por fin era feliz. Su palacio empezaba a brillar. Se sentó en su trono. Mientras tanto, Perséfone se encontraba tirada a sus pies. Él no podía verla así. El sufrimiento de ella pasaba a él. Le rompía por dentro aquella situación. Se levantó para agacharse a su lado. La incorporó de nuevo, la acarició la mejilla y la apartó el pelo de la cara.
-Anda preciosa, ve a dar una vuelta, te vendrá bien.
La joven no dudó ni un solo segundo. Corrió por el palacio hasta encontrarse en los jardines. Tenía que huir de aquel reino oscuro y sombrío. Estaba asustada. A medida que caminaba, las plantas florecían a su alrededor. Recordaba como su madre la advirtió, como dijo que aquel lugar escondía trampas bajo inofensivas tentaciones. De los arbustos salían flores brillantes, con pétalos que parecían tallados en rubíes, zafiros o ámbar, hojas de esmeralda salían de tallos finos y estilizados. A Perséfone le llamaba la atención todo aquello, pero se mantuvo firme e ignoró su llamada. Tenía que salir, pero rápidamente se  perdió entre aquellos jardines. Se sentía confusa. Hades observaba desde la ventana de palacio. Él se sentía feliz viéndola. No necesitaba más. Ella, mientras tanto, intentaba salir desesperadamente de aquel lugar. Estaba agotada. No podía continuar y se sentó a descansar bajo un árbol. Pronto se dio cuenta de que encima tenía una flor conocida. Negros pétalos brillantes la llamaban. Se levantó, la miró con detenimiento. Entre las hojas brillantes no solo había flores de esas, si no que también había frutos. Negros y redondos frutos. Cogió uno y lo abrió. Dentro había incontables semillas rojas y brillantes. Aquellas semillas parecían pequeñas piedras preciosas. Tenía hambre, o quizá era tentación, pero decidió comer de aquel fruto. Una semilla. Luego otra. Y así hasta que llegó a seis. No continuó porque en aquel momento apareció su carcelero con otro hombre; de pelo cobrizo, un polo amarillo, pantalones cortos blancos, sandalias y con un caduceo en la mano.
-Perséfone, he venido a por ti. Tu madre te busca por toda la tierra. Has de ir con ella, está sufriendo y el lugar se ha vuelto triste y frío.- Le dijo Hermes.
Ella miró a Hades. En su cara se reflejaba la tristeza. Ella se sentía culpable. Quería estar con él. Empezaba a sentir algo por su raptor.
-No puedo salir de aquí. Pertenezco a este lugar.- Respondió la joven.
El dios de los muertos sonrió. El mensajero se fue y la muchacha se acercó a su tío. Él cogió su  mano y besó el dorso de la misma. La miró a los ojos. Ella no sabía por qué, pero quería estar con él. Sentía culpa en su interior porque estaba haciendo sufrir a su madre, pero algo la tenía presa. Hades la llevó de nuevo al palacio. Las paredes comenzaban a emitir aquel brillo verdoso y enigmático. El Tártaro volvía a ser aquel lugar apartado sin ningún interés. Las aguas del Estigio iluminaban de nuevo aquel oscuro lugar con su verde luz.
Hades acarició la cara de su sobrina. Acercó sus labios a los de ella y ambos se fundieron en un largo beso. El miedo que ella sentía al principio había desaparecido. Aquel enigmático hombre la había encandilado por completo. Él bajaba sus manos por la espalda de ella, acariciando cada milímetro de su piel. Ella enredaba sus dedos entre los negros rizos de él. Hades besaba el cuello de la joven despacio y con ternura. Ella se retorcía de placer. El dios comenzó a desnudar a su amada mientras ella le desabrochaba los botones de la camisa. Juntos se fundieron en un mismo ser, compartieron su esencia, se hicieron uno.
Deméter lloraba la pérdida de su hija. Zeus decidió ayudar, al fin y al cabo, él era el padre de la pequeña. Juntos bajaron al Inframundo. Allí fueron hacia el palacio. Su negra arquitectura griega emitía un dorado resplandor entre los miles y brillantes colores de las plantas del jardín. Al llegar a los aposentos de Hades, le encontraron sentado en su trono, vestido totalmente de negro con una camisa, un pantalón y los zapatos y su capa de seda negra adornada con las horribles escenas doradas que iban cambiando. A su lado había otro trono. En él estaba sentada Perséfone. Vestía un negro vestido encorsetado y unos tacones dorados. Hades la había convertido en su reina y esposa.
Zeus intentó convencer a la joven para que volviese con su madre. Ella quería, pero algo se lo impedía. Fue entonces cuando por fin comprendieron que estaba hechizada por las semillas de la granada. Deméter se hundía entre sus lágrimas. Había perdido a su pequeña, y ya no podía recuperarla. Pero había una solución. La joven Perséfone pasaría seis meses al año con su madre y otros seis con su marido. Ninguno estaba de acuerdo excepto Zeus, y al final, la cosa quedó así impuesta.
Cada año, el dios de los muertos pierde a su amada durante seis meses. Seis meses que le cuestan el brillo y el esplendor del Inframundo, y su propia felicidad. Son seis meses en los que Hades se sienta en su trono mirando hacia la puerta, combinando la esperanza de volver a verla con el miedo de no tenerla más. Pierde el color, se vuelve pálido. Las almas que vagan por el submundo van tristes, sin luz, sin rumbo. El Tártaro gana fuerzas y el Estigio se apaga. El rey de los muertos maldice y golpea todo cuanto se encuentra. Su jardín está mustio, triste y muerto. No hay colores y la dorada luz de su palacio se ve oxidada. Él solo quiere amar y es castigado por ello. No sale, se encierra en sí mismo y en su dolor. El dolor de un ser incomprendido. Nadie le permitió ser uno más. Él era diferente, él era un apestado. Era un monstruo. Comprendía el dolor de su hermana; al fin y al cabo, ella perdía una hija. Pero, ¿y él? ¿Alguien le comprendía? ¿Alguien había parado a escucharle? Nadie. Estaba solo, destinado a seguir solo. ¿Seis meses? ¿Qué son seis meses cuando eres inmortal? El tiempo no pasa para él, y menos sabiendo que su amada puede caer presa de algún hechizo y no volver nunca a sus brazos.

¿Qué es el amor? Preguntan los mortales. El amor no es más que la combinación de felicidad y dolor al mismo tiempo. Es soñar, es temer. Es sonreír, es llorar. Es sacrificarse, es ser recompensado. Es querer, es ser apartado. Amor. Cuatro letras que representan lo más bello y lo más cruel de este mundo. Y nunca sabremos si de verdad es eterno.




Dave Gles

Presentación.

¿Cuál era el auténtico objetivo de este blog? Sinceramente, ni me acuerdo. El abrirlo fue un impulso, el encontrarle utilidad, fue otro. Me pidieron un relato una vez y pensé que podría mostrarlo aquí, ya que este blog estaba intacto. Y así se queda, para mis historias.