lunes, 26 de septiembre de 2016

La última vez

Me miraste a los ojos, y en el baile pegaste tu cuerpo al mío. Sentí un escalofrío, el vestido parecía ser mi propia cárcel, y sin embargo, sonreí con los ojos inundados y te di el que sabía que sería el primero de esos últimos besos, ya que se acercaba nuestra última vez.

Las cosas estaban raras. Me llamaron hacía unos días para una entrevista de trabajo y todo parecía ir bien. Era un poco lejos, pero al menos era todo lo que deseaba. Mi juventud se veía plena, más que nunca, me sentía toda una mujer realizada. Diferente a mis amigas, la primera en entrar de forma definitiva al mundo laboral, me encontraba en un escalón diferente. Bueno, mejor dicho, en otra escalera, y seguramente escalones por debajo ya que yo aún ni había empezado y era la hora de tragar mierda, mientras que todo mi alrededor ya estaba en lo más alto de sus carreras, siendo buenos estudiantes, reconocidos en sus facultades por más que un simple boletín de notas, ellos se movían como pez en el agua y yo me sentía un cachorro en un matadero. Pero no era el momento de sentir miedo. Para nada, porque estaba haciendo lo que quería. El trabajo era una forma más de formarse y progresar. Aún quedaba mucho hasta alcanzar mis auténticas metas, pero ya había pisado esa primera estación.
Esa noche saldríamos. Tenía que celebrarlo con Marcus. Él era unos años mayor que yo, lo tenía todo en la vida, un recorrido muy largo y ganas de estabilidad, motivo por el cual nunca formalizamos nada, o eso quería yo pensar. Inocentemente, como la niña inexperta que soy en juegos del amor, me arreglé con un impecable vestido rojo, largo y ceñido. Mi melena castaña cayendo sobre mi espalda y los labios bien marcados con el gloss. Me hacía adulta, era el momento, si esa noche no lo conseguíamos, no habría remedio.
Nos vimos en el bulevar. Subimos hacia el bar y charlamos de esa nueva etapa que comenzaba. Reímos, a la compañía de un buen vino y bajo unas luces de lo más íntimas a pesar de la música y el ruido que parecía no existir para nosotros. Estábamos más plenos que nunca. Y acabamos. Tocaba bailar, en la discoteca de siempre, dónde nos esperaban unos amigos más. Y como era norma en nosotros, tocaba disimular lo que había. "Es la edad". Se me repetía constantemente en la cabeza. Y bebió. Y yo no quería seguir. Y le afectaba, y yo seguía igual de sobria. Y las horas pasaban, y no bailaste conmigo, no me tocaste, no me miraste de ninguna manera especial. Y comprendí, en ese momento en el que vi ese juego sucio, que tu mayor mentira era tu peor verdad, que esa era yo. Que ocultabas tus deseos y la dama encerrada necesitaba salir. Pero debía hacerlo, o me quería a mí, o te quería a ti, pero eran amores incompatibles.
Salí de la discoteca sin mirar atrás. Recorrí las calles oscuras, llorando y maldiciendo esos meses de estupidez, esa lejanía hacia mi entorno que creé por ti. Una niñata estúpida que quiso crecer. Y en esos meses, en esa aventura de madrugadas escondidas, de miradas furtivas, de tentaciones prohibidas que te impedían vivir como realmente querías, efectivamente, crecí. Y maduré. Pero lo hice como no me esperaba. Y al fin, llegué a tu calle. Y allí, al mirar atrás, tú ya no estabas. Jamás lo estuviste. Y al mirar hacia tu ventana, las persianas bajadas. Y supe que tus cortinas eran testigo de cómo dormías entre tus sábanas. Y que eras aún más mayor. Y mi vestido no era un vestido, se volvió un chándal. Y el cuerpo de mujer se hizo hombre. Y no entendía nada. ¿Qué hacía allí cuando llevaba meses sin saber de ti?
Abrí los ojos en mi cama y lo comprendí. Nunca me había despedido de ti. Y esa noche había ido a darte el último abrazo.