Siento que me estoy volviendo loco.
¿Cómo dices?
No, ella no es culpable.
¿O quizá sí?
¿Qué me está pasando?
Ella es mía, ¿lo entiendes? MÍA.
Empezó con un juego, era divertido. Acababa de
salir de algo horrible, la peor de todas las relaciones sexuales con la persona
a la cual había idealizado de una manera más que romántica y perfecta. Estaba
decaído, me sentía una mierda. No había ánimo, no había autoestima, solo había
autocompasión y rencor.
Comenzó a hablar conmigo, parecía increíble. Era
bella, era perfecta. Me dio alas, flotaba, volaba, escapaba a un mundo donde la
fantasía era la realidad y la realidad era que ella me quería y no quería
compartirme.
Un juego de palabras, tensión sexual que se
sobrecargaba cada dos por tres, si sentías que bajaba, de repente subía, algo
fantástico, rozaba el orgasmo. A raíz de una imagen, no era físico, era mental.
Una explosión de sentimientos que no se había visto jamás. Sensaciones
recorrían nuestros cuerpos, o por lo menos el mío, la adrenalina me poseía y
necesitaba descargarla. Mi puño ya no me respondía, lo había mordido tanto que
sangraba, las uñas más que carcomidas, roídas, rozando esas heridas, cada vez
que no me respondía y al ver su respuesta mi piel de gallina, mi nuca erizada.
Sentía sus palabras por detrás de la oreja, me la imaginaba a mi lado, y yo era
su presa.
Alimentaba mis deseos, mi vocabulario crecía, ella
lo inspiraba, juego de imágenes, necesitaba descargarlo todo.
Comenzaron los rumores, comenzaron a atosigarla con
preguntas. ¿Qué éramos nosotros? Hasta el momento dos jugadores en un juego
macabro y erótico, una extraña danza psicológica que rozaba los límites de la
locura y dibujaba una perfecta cordura en nuestras perturbadoras mentes que lo
único que necesitaban era comprensión.
Respondía a sus preguntas dando cosas por hecho,
sonrisas tontas y más y más deseo de tenerla a mi lado cada vez que veía lo que
de mí decía a los demás.
Las preguntas proseguían y pronto mi mente
comprendería que mi obsesión crecía y que debía de actuar o pararlo, pero
pararlo no me llenaría, por lo tanto seguí, y seguí hasta obtener más.
Hombres le llovían, o eso me decían, cuando vi sus
fotografías, y el amor o las ganas de poseerla subían, las preguntas sobre “lo
nuestro” no paraban, iban a más y algo me decía que todo iba a salir mal.
Me vieron mirando su fotografía, me dieron su
nombre, vi todos sus seguidores, vi su perfección, vi su mundo e imagen real.
Amigos míos la conocían, sabían quién era y me
hablaban de sus gustos.
No era normal, ella era bella y perfecta y yo
llevaba años solo. Siempre dije que así lo escogí, pero que tantos supiesen de
su existencia desde antes de que comenzase a hablarme alimentó mi inseguridad y
mi mente comenzó a decirme que yo no era atractivo. Mi egolatría se perdía en
un mar de incertidumbre que a mi alrededor se dibujaba. Todos los que se le
acercaban, tan guapos, tan altos, tan musculosos. ¿Qué era yo? Mera literatura,
palabrería, imágenes y un jodido amo posesivo que solo la quería para él.
Me engañé, lo sabía. No eran celos, estaba
realmente loco por ella. Siempre dije que mi madurez y la confianza en la otra
persona eran las causantes de que no tuviese que temer un engaño por su parte.
¿Si otro aparecía? Le cortaba las pelotas, eso era lo que mi mente quería. Ya
no sabía si seguía jugando o esa fantasía había atravesado el plano de la
realidad.
Me engañaba. No quería estar conmigo, solo era un
peón en su ajedrez. Mi frustración crecía, ya no sabía si era una ligera
asfixia para alcanzar el placer mutuo o si mis manos debían agarrar su cuello
hasta dejar de escucharla respirar.
“Mira esta chica, está buena, es fan de tal grupo”.
Mi amigo me lo dijo sin saber toda la conversación que habíamos tenido, sin
saber que ambos jugábamos en una misma liga de sadismo y masoquismo, dominación
y obediencia, en la que yo era un amo posesivo y ella mi esclava, o así había
quedado dictado. “Me cae bien” fue mi respuesta, aparté la mirada, intentando
no lanzarme hacia él y arrancarle los ojos para que no volviese a verla. Muchos
la conocían, muchos sabían de su existencia y yo no podía más.
Me estaba convirtiendo en aquello que odiaba. No
era más que juego lujurioso, jamás pensé que la psicología atravesaría lo
físico y lo rasgaría, haciéndome dudar de todo.
Mis recuerdos me atacaban y soñaba. Él otra vez.
Aquellos golpes, los tirones de pelo, las palabras sucias en mi oído. Las
marcas de sus dedos en mi cuerpo. Esa ira que él alimentó, ella la recibiría,
pero lo peor es que lo necesitaba porque así era como me excitaba.
Comencé a jugar sucio, necesitaba a otra para
saciarme porque sabía perfectamente que ella me dejaría a medias.
¿Dónde iba? No podía compararlas. Una tan perfecta
y la otra no llegaba ni a plato sustituto. No se podían medir.
Esta relación iba directa a un abismo de locura, me
poseía, me podía, me volvía loco. Estaba comenzando a ser un amo posesivo y aún
no la había tenido. ¿Por qué tantos sabían de ella? ¿Por qué yo no la había
conocido antes? ¿Qué narices veía ella en mí cuando era más que evidente que
miles de hombres habían intentado captar su atención y yo la ignoré desde un
primer momento? Sí, admití su belleza, pero directamente, no la quería, tenía a
mi juguete, juguete que jugó conmigo y ahí caí del todo.
Sus manos en mi cuerpo. Mis manos en su cuello. Su
voz de hombre insultándome. Mi voz de hombre en su nuca, apartando el pelo de
su cuerpo de mujer. Sus dedos agarrando mi pelo, tirando de él, le odiaba, y lo
iba a pagar. Mis dedos en su cuello, asfixia, ella lo pagaba por él.
Mi locura en su punto máximo, los golpes ya no eran
por placer, eran la satisfacción y la venganza, una venganza a una paranoia que
se acoplaba en mi cabeza y me incitaba a desconfiar de ella.
No quería que hablase con nadie, no quería que
nadie viese sus fotos. Ella era mía. Solamente mía. Parecía increíble, pero así
lo sentía y caí preso de su juego, otro loco más. Locura que me consumía por
dentro y me terminó por matar.