Era esa alternancia de sentimientos, ligadas a la presencia o ausencia de su esposa, lo que le consumía por dentro.
La echaba de menos. Exprimía cada segundo a su lado. No era capricho, era amor. Su trofeo, lo único que realmente amaba de lo que tenía, lo más bello de todo cuanto poseía, la luz de su oscuridad, la bondad de su frío corazón inmortal.
Y ahí estaba en aquel momento. Ansioso. Esperando en las negras puertas de su palacio. Pálido, delgado, ojeroso y demacrado. Sus negros ropajes le eran insignificantes. Miraba el largo camino que recorría su muerto jardín, de apagadas plantas y flores marchitas. Poco fue el tiempo que duraron así. Por segundos, todo vegetal que allí había plantado iba recuperando su color y su vida. Pronto comprendió lo que ocurría. Echó a correr, buscándola. Ella llegaba, no había duda. Miró un rosal. Sus negras flores florecían poco a poco, cobrándose de vida, resplandeciendo con una especie de luz propia interior, que emitía leves destellos rojizos entre aquellos oscuros pétalos. Siguió andando. Las enredaderas iban creciendo a su paso. Cada planta iluminaba su camino. Pronto se encontró en un misterioso y siniestro jardín de plantas oscuras y luminosas, de contrastes suculentos y flores que llamaban y atraían con su belleza singular y su extraño aspecto de piedra preciosa.
Hasta sus pies rodó una fruta. Oscura, marrón anaranjada, casi negra. Estaba rota. Dentro, bellas semillas rojas entregaban su fulgor y belleza a los ojos del dios. Al levantar la vista, su enigmática mirada fría se cruzó con los cálidos ojos verdes de su reina. Sus largos cabellos castaños caían en cascada sobre el negro vestido largo que cubría su perfecto cuerpo.
Había perdido ya la cuenta de la cantidad de años que habían pasado desde que la vio por primera vez, pero aún así le sorprendía su belleza cada vez que se reencontraban. Su piel estaba más curtida y bronceada que cuando se fue. Su cabello había clareado. Se tornaba dorado, brillaba con fuerza. Al igual que la primera vez que la vio recogiendo flores, entre las ninfas, inocente y pura.
Ella le miró. Sintió compasión, lástima al verle tan desmejorado.
Se acercó a él. Rozó su pálido rostro con sus dedos. La ligera barba que se mostraba tímida la hizo cosquillas cual hoja de lija. Él sonrió. Ella le devolvió el gesto.
Ambos acercaron sus rostros. Sus labios se rozaron tímidos. Hades pasó la mano por la nuca de su amada, acariciando cada largo cabello con las yemas de los dedos. Perséfone le respondía con ansía, besándole y enredando sus manos entre los negros rizos de él.
A medida que la pasión entre ambos aumentaba, la imagen del dios iba cobrándose de vida al igual que el bello jardín que les rodeaba.
La piel de Hades abandonaba lentamente la palidez fantasmal y tomaba color poco a poco. Su negro y apagado cabello adquiría brillo y fuerza, al igual que las hojas de los rosales. Perdía su aspecto sombrío, sus ojerosos ojos cobraban vida y su fría mirada se volvía distante y profunda, enigmática de nuevo, y no triste. su rostro calavérico volvía a tener aspecto humano. Su imagen se dibujaba ahora imponente, poderosa.
Perséfone le entregaba la vida, la vida que se le iba al dios de los muertos cuando su amada de él se separaba.
Dave Gles